¿Encontrarán algún disfrute los que curioseen este Blog?
¿Tendrá alguna utilidad?
¿Será entretenido?
¡Oia! me estoy poniendo nerviosa...

Aguafuertes de la escuela

Aquí vemos a la autora sosteniendo una puntita de la enseña patria









Introducción


Siempre me ha tocado en la vida sostener alguna cosa; siendo niña, un pequeño vértice del paño albiceleste, porque aunque era la más pequeña, algún esfuerzo tenía que hacer.
Por esos tiempos creía que algo vinculado con la patria dependía de mí, entonces quería aprender, estudiaba (más bien leía), me preparaba, en suma, para servir a ese futuro que tenía real existencia en un lugar y un tiempo: La Argentina a fin de ese siglo.
El año 2000 se presentaba en el Billiken o en Selecciones Escolares con apariencias concretas y llenas de felicidad: cintas transportadoras de personas en lugar de veredas, automóviles plateados que circulaban a cierta distancia del suelo, alimentos condensados en píldoras con todos los nutrientes imprescindibles para la salud. La vida resultaría relajada y feliz, pero para ello había que esforzarse. No se trataba de una predestinación, sino de una meta que había que construir.
Con el transcurso de los años, el horizonte se achicaba pero yo seguía sosteniendo: posiciones políticas, situaciones familiares, entusiasmos apaleados, discusiones generacionales, presencia de ánimo, apariencias… en fin, casi todo lo que se podía y no se podía sustentar.
Hoy sostengo también una puntita del sistema educativo y lo hago con convicciones casi nulas. Ya no creo. En algunos momentos me he sentido cómplice y no partícipe, secuaz y no compañero, me he advertido depredador en vez de constructor.
Y no sé qué hacer, siento que he caído en una trampa y desde ella escribo…
Quien quiera leer que lea…

20.8.09

Compensatorios de febrero

Jueves 17 de febrero de 1998

El año pasado no trabajé, pero de todos modos tengo que hacer las evaluaciones compensatorias de los alumnos de mis cursos de octavo año, que en mi ausencia tuvieron un profesor suplente. Por lo tanto no sé qué temas dieron, con qué enfoque, qué estilo de trabajo de aula desarrollaron, en fin... Ignoro con qué me voy a encontrar.
Son las 7.45 de la mañana y me siento bastante mal, al doblar hacia el pasillo que va a las aulas me mareo y mis trastornos en la marcha se acentúan. La consigna es no hacerme demasiados problemas y lograr que este mecanismo compensatorio resulte lo más aceitado posible.
Entro al aula que corresponde a octavo séptima; cinco alumnos, tres mujeres y dos varones, me reciben con las bocas abiertas. Les explico que la circunstancia de mi titularidad me obliga a ser su evaluadora. Las mandíbulas siguen colgando y comienzo a percibir alguno que otro hilo de saliva. Decido que no debo plantear la prueba que traje preparada.
Apenas puedo mantenerme en la silla. No sólo me duelen el cuello, la espalda y la cabeza, también me arden. ¡Cambio de planes!
_ ¿Qué estudiaron para hoy?
Los cinco responden al unísono y alcanzo a darme cuenta de que todos dan respuestas diferentes. Decodifico en un alarde de oído fino y nutrida concentración:
Alumno 1:
_ Mi abuela me hizo un apunte
Alumno 2:
_ Yo vine a hablar con el profesor para saber qué me iba a tomar
Alumna 3:
_ Los sustratos ecológicos
Alumna 4:
_ ¿Qué? ¿Había que estudiar?
Alumna 5:
_ El primer examen.
Observo que nadie me orienta con respecto a la actividad que tengo que desarrollar, la única alumna que respondió de manera concreta (alumna 3) parece ignorar que se trata de una evaluación de historia. Mis hombros se elevan hasta tocar mis orejas, (No es indiferencia, es contractura), y allí se quedan el resto del día.
Insisto en la necesidad de no mortificarme.
_ Bueno, en una hoja escriban su nombre, la división y a continuación comiencen a desarrollar el tema que más sepan.
Esta frase fue articulada en tonalidad de maestra jardinera y emitida por una boca que dibujaba una dulce sonrisa. Sin embargo, los escucho responder nuevamente a coro, pero éste de tonalidad unánime
_ ¡¡Eeeh!!
Repito la consigna de manera idéntica, como si fuera una grabación de la Telefónica. Otra vez el coro
_ ¡¡Aah!!
Ahora sí comienzan a revolver en unas carpetas que parecen bollos hechos para practicar algún deporte precario en algún correccional del tercer mundo. Una alumna ceceosa me pregunta:
_ Profezora, la hoja, ¿tiene que zer en blanco?
No entiendo: Interrogante I: ¿Tendrá hojas de otro color y creerá que no puede usarlas?
Interrogante II: ¿Pretenderá escribir en papel impreso?
Interrogante III: ¿Necesitará ahorrar y querrá aprovechar las usadas y escribir entre líneas?
A punto de desarrollar más cuestiones, determino que no puedo resolver este dilema y elijo contestar sin pensar.
_ Sí.
Nueva interrupción, esta vez de uno de los varones:
_ ¿Pongo la dirección de mi casa o la de mi abuela, que es donde estoy viviendo ahora?
Percibo una situación similar a la que se produce cuando a una le soplan un asusta-suegra[1] en el oído.
_ ¿Por qué querés anotar la dirección, querido?
_ Porque usted dijo que escribiéramos el nombre y la dirección.
_ ¡No hijo! ¡La división! ¡La división!
Me mareo, me estoy mareando...
_ ¿Puedo escribir sobre la invención del fuego?
_ Siempre que ubiques esto en el contexto histórico correspondiente...
_ ¡¿Quéé?!
_ Claro, quiero decir que analices la importancia del fuego en desarrollo histórico...
_ ¡¿Quéé!?
_ Hija, si escribís que se inventó el fuego y no lo relacionás con nada te aplazo.
_ ¿Cómo que no lo relaciono con nada?
_ Escribí lo que quieras.
Hay demasiado ruido en esta comunicación. No los entiendo, ni me entienden. Una campana de las que cubrían los sandwiches en los viejos bares me preserva la cabeza. Vuelvo a sentarme, preparo otra silla para apoyar los pies, saco de la cartera Los doce Césares de Suetonio y me dispongo a trasladarme a la gloriosa Roma.
Transcurre un corto tiempo de silencio que aprecio y agradezco a la conjunción astral que debe haberlo propiciado. César y sus comentadas relaciones con Nicomedes y el adulterio de Pompeya seducida por Clodio absorben mi atención durante unos angélicos y sedantes minutos. Pero la suerte de César está echada.
_ Profezora, si te equivocaz, ¿Podez tachar?
_ Sí, yo sí.
La chica demoró unos instantes en mirarme con expresión de vívido espanto, y, en consecuencia, no se atrevió a volver a interrogarme.
No estoy haciendo bien las cosas, lo sé, pero la campana de vidrio está teniendo un efecto altamente satisfactorio y puedo volver a Suetonio sin reparar en los cinco pares de ojos clavados en mí.
Puedo empezar con otro emperador, ahora sigue el divino Augusto.

[1] Trátase de un adminículo muy usual en los carnavales de mi juventud, consistente en un tubito de cartón que al ser soplado por uno de sus extremos, emite un ruido ramplón, a la vez que, por efecto del aire que se insufla, desenrosca un papel con flecos en la punta opuesta, produciendo en nuestra cara, orejas, o cuello unas cosquillas un tanto húmedas y dudosamente divertidas.

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Alumno italiano

Lunes 10 de marzo de 1998.

Es la primera hora del primer día de clases. El aula de octavo novena es ésa, la grande que da al pórtico de la entrada. Cuando voy llegando miro de soslayo por la ventana; son muchos. Me recibe el portero, me besa:
_ Normita, ¿Vos tenés octavo novena?
_Sí, ¿Por qué?
_Son cincuenta y siete
Me apoya una mano sobre el hombro, percibo una ligera palmadita, en realidad, creo que es un empujón.
Entro a sala de profesores, saludo a los que no había reencontrado durante el período compensatorio de febrero. Algunos no me habían visto durante todo un año y preguntan por mi salud.
_ Estoy bien, bastante bien, en realidad vengo a probar, es algo así como un experimento, necesito saber qué pasa, si voy a poder con el trajín (Todos saben que pasé más de la mitad del año anterior con carpeta médica por neurosis de angustia y trastornos de pánico producidos entre otras cosas por el famosísimo stress, que algo tiene que ver con la implementación de la nueva ley de educación en la Provincia de Buenos Aires)
_ ¿Tenés octavo novena?
_ Sí, ahora
_ ¡Ah!
Bajan la vista, y se registra un general frenesí consistente en buscar y rebuscar adentro de las carteras; al cabo de esta actividad, nadie extrae siguiera un pañuelo.
Suena el timbre para los profesores. Ninguno se mueve pero comienzan los chistes: “Para esos chicos somos la cara de la escuela, vos entrá retrocediendo”, “la impresión que les va a quedar será para siempre”, “comienza la cuenta regresiva”, “terminó el recreo: ¡Arrodillarse!”, “¡Coraje!”.
Finalmente salimos en grupo al pasillo y nos encaminamos cada cual a su aula.
Ya sé cuál es la mía. (Me siento bien, me siento muy bien, me amo y me apruebo, realizo mis actividades con amor, bendigo mi trabajo, puedo hacer todo lo que me proponga, mi cuerpo está sano, mi mente está sana, mi espíritu está en armonía). Este rezo laico se interrumpe cuando me aproximo a la puerta; la coordinadora me aborda sonriente:
_ Vas a tener que esperar un poco porque los están contando
_ Bueno ¿Espero aquí?
_ Como quieras, pero mirá que van a tardar
_ ¿Por qué? ¿Acaso les cuentan los dedos de los pies y dividen por diez?
La coordinadora sonríe perdonándome la vida, me imagino que piensa que la crisis psicológica bien hubiera hecho en anularme el sector del cerebro correspondiente al sarcasmo. Se nota que cree que una lobotomía habría sido la terapia más adecuada a mi caso clínico.
_ Me voy a la sala de profesores, cuando terminen que me vayan a buscar.
Transcurren más de veinte minutos y los ocupo en visualizar a los chicos quitándose las zapatillas, y eventualmente las medias, y a la señora directora y a la secretaria supervisando el registro de los pies fila por fila. La representación mental se interrumpe cuando una preceptora me invita a ingresar al aula.
Saludo sonriendo, mientras los chicos se ponen de pie, les pido que se sienten y obedecen. (Empezamos bien). Yo no voy a cometer la locura de contarlos, pero efectivamente son muchos, con eso me conformo. (¿Me conformo? ¿Qué síntomas son los que me aparecen en medio de una multitud? ¡Ojalá lo haya olvidado!)
Comienzo con un simpático discurso de bienvenida, les explico que en este horario vamos a dar Educación Cívica, comento el valor de la educación y en particular el de la formación para la convivencia... La puerta se abre y reingresa la señora directora, agita unas hojas de papel, por estas horas bastante arrugadas, y pregunta cuántos Fernández y cuántos López hay. Los chicos se escudriñan como buscando un comunista en la Falange. Mirando mejor, la señora directora tiene la misma expresión.
Al cabo de unos instantes, tímidamente varios alumnos levantan la mano. La señora directora se enoja:
_ ¡Así no sé quiénes son López y quiénes Fernández!
Superponiéndose en el espacio auditivo los pibes dicen su apellido. La señora se inquieta más:
_ ¡No se entiende! ¡No se entiende! ¡Hablen de a uno!
Las miradas se cruzan
_ Vos querido -fallutea la directora- decime tu nombre
_ Alejandro
_ ¡El apellido! ¡El apellido!
_ Fernández
_ Bueno
Hace un ademán como el de hacer una marca en su símil-planilla y se detiene
_ ¿Cuál Fernández?
_ Alejandro -reitera la criatura-.
Ahora sí tilda un lugar en su lista. Luego prosigue con los otros, se la nota un poco más canchera, los alumnos también aprendieron, esperan su turno y ya saben qué tienen que decir.
Me dice “gracias señorita” y comienza a retirarse, pero cuando yo empezaba a pensar en qué habíamos quedado para seguir con mi primera clase, regresa golpeándose la frente con la palma de su mano libre:
_ ¡Me faltan los Gómez y los Martínez!
Por suerte sólo había un par de cada uno, el trámite es más rápido y logra irse.
Retomo la cuestión de la convivencia social y su necesaria regulación. Se abre la puerta y desde el vano la coordinadora introduce un alumno recién llegado mientras me pregunto si no van a tener que contar de nuevo. Me explica que no están seguros si es de octavo o de noveno porque su registro de calificaciones está algo confuso y no saben si repite o no y que es probable que no esté allí más de un día o dos hasta que se resuelva su situación. Yo sonrío y asiento con la cabeza como diciendo “¡No hay problema!” Las palmas de mis manos se orientan hacia delante al mismo tiempo que las oriento ligeramente a los costados como abriendo una cortina del más prístino aire. No puedo evitar preguntarme por qué lo introducen justo aquí donde nos hallamos esta humilde profesora y cincuenta y tantos párvulos. Pienso en los otros octavos con veinticinco o treinta habitantes y comienzo a luchar contra la envidia y otros pecados capitales.
El nuevo de desliza como patinando hacia el fondo, sus eventuales compañeros lo observan tratando de identificar en él un clásico repetidor.
Prosigo con la cuestión de las reglas de convivencia. (Estoy bastante conforme con mi posibilidad de continuar con el tema, hasta ahora voy bien). Les pregunto acerca de las principales normas en una escuela, mientras, tratando de que no se note, intento tomarme las pulsaciones sobre la carótida. Algunos responden construyendo una especie de reglamento que incluye ítems como no escupirse, no rayarse recíprocamente las hojas de las carpetas, no “botonear” (SIC), no empujarse en los mingitorios, no “agarrarse a la salida”, etc. De “no interrumpirse” nadie habla.
Disimuladamente miro el reloj para saber con qué continuar. Nuevamente se abre la puerta y esta vez, tres personas: la coordinadora, una señora rubia grandota y un adolescente recién estirado, se introducen en el aula.
_ Este alumno es italiano y no sabemos en qué curso anotarlo, por ahora se va a quedar aquí
La coordinadora le dice al muchacho que ocupe su lugar, la rubia grandota sonríe y saluda en italiano mientras con la mano en el cuello de su hijo lo acompaña hacia el fondo, desfilando entre el amontonamiento de asientos.
_ ¿Qué lugar? Se resiste el chico en perfecto castellano, observando que ya no hay donde sentarse. (Me cae bien, se da cuenta de lo que pasa, creo que es el único)
Madre e hijo regresan por el estrecho pasillo y escuchan sin ningún asombro que los están mandando a buscar un banco a otra aula. Salen algo desorientados, pero insisto, sin asombro, y regresan luego de un breve tiempo acarreando el mueble en cuestión, la madre sosteniéndolo por el pupitre y el tanito por el asiento, haciendo el recorrido otra vez hacia el fondo, esta vez más trabajosamente. Esta escena se parece a esos dibujos animados japoneses de escasa calidad, en los que se mueve nada más que un personaje –en este caso la entidad madre hijo- mientras todo lo demás queda inmóvil -los cincuenta y tantos actores restantes-.
Una vez ubicada la criatura en el rincón, la rubiota lo besa y sale sin dejar de sonreír y otra vez saludando en italiano.
¿Será prudente retomar el tema de la convivencia o debo hacer algún comentario acerca del estado del tiempo?
Decido pedirles que traigan carpeta con hojas y lapicera para trabajar en clase, decirles que cuando falten consulten a los compañeros acerca de las tareas porque nuestros encuentros serán de sólo uno por semana... Sé que nadie escucha, deben estar pensando que no es lo que corresponde hacer en la escuela.
Toca el timbre de salida, han transcurrido ochenta raros minutos, me parece que son raros sólo para mí. (Menos mal que esta tarde tengo terapia)
_ Hasta el lunes, chicos
_ ¡Chau seño!

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Profesor multifacético

Miércoles 8 de abril de 1998.

Había terminado mis actividades del turno de la tarde, y, sin perder un instante, salí disparada para dictar la pre-hora del turno noche. (Agradezco a la angélica manada que seguramente me acompaña, el hecho de desempeñar mis tareas en una sola escuela).
La última hora de la tarde termina a las 18 y en ese precisísimo instante comienza la “pre” de la noche. Fui carraspeando por el pasillo hacia la cocina, tomé tres sorbos de agua y en un derrape casi perfecto me encaminé de vuelta al yugo. (Esta última palabra la usaba siempre mi papá para referirse a su trabajo, pero él iba sonriendo). Al aproximarme a la escalera vi que por ella descendía la señora Regente:
_ Norma, ¿Adónde vas?
_ ¡A clase! ¡A clase!
Dije agitándome, mientras miraba el reloj con la misma expresión apremiante que el conejo de Alicia
_ Te estoy preguntando a qué curso vas
_ ¡Ah!
Me alivié, creía que me iba a reprochar el vasito de agua
_ Voy a segundo octava
_ No, no vas a segundo octava, vas a primero octava.
Mi cabeza adquirió un ligero balanceo, necesitaba que se acomodara la información. Hace cuatro años que a esa hora iba a segundo, que en turno vespertino siempre fue octava división. Las clases empezaron hace un mes y ya estuve presente en este curso tres semanas consecutivas. Era ella la que estaba equivocada, la pobre no puede tener los horarios de todos los profesores en la cabeza. Entonces insistí.
_ Segundo octava, segundo octava
_ No, antes ibas ahí, ahora vas a primero octava
_ Pero Tita, si yo renuncié a primero octava hace más de cinco años porque no los aguantaba más...
_ Sí, pero ayer empezamos el Bachillerato nocturno, había que eliminar el dictado de una materia, que a fin de año se daría libre, y los alumnos de segundo votaron que fuera Educación Cívica, y como vos sos titular tuvimos que reubicarte en primero, y apurate porque estás llegando tarde.
_ En mi garganta se estaba formando un moño, por el lado de adentro, claro, y sospechaba que mis tripas no eran del todo inocentes en ese ornamento indeseado.
_ Pero Tita, insistí balbuceando, ¿vos querés decir que ahora doy Educación Cívica en primero? ¿estás segura? ¡No puede ser! ¡Me estoy enterando en este instante!
_ No, no das Educación Cívica, das otra materia...
_ ¿Historia?
_ No, otra... Apurate que estás llegando tarde
_ ¿Qué materia? Dije casi gritando. El moño se estaba ajustando mucho y aprovechaba a gritar en ese momento porque era posible que no pudiera hacerlo nunca más.
_ Una rara... esperá que me fije cómo se llama... No la encuentro.
Mientras se desarrollaba este diálogo, nos habíamos metido en la Regencia y Tita hurgaba en una carpeta, al mismo tiempo que insistía en que era tarde, que los alumnos me estaban esperando.
_ Lo que no alcanzo a darme cuenta es para qué cosa me están esperando
_ ¡Acá está! ¡Procesos industriales y contexto social! Ahora andá.
En ese momento sentí que la mágica Catita se apoderaba de mí y reprimí un “¿Lo qué?”, porque al fin de cuentas, con Catita adentro, con moño de intestinos, temblequeo de cabeza y todo, sigo siendo una señora profesora.
_ ¿De qué se trata? ¿Hay un programa?
_ No, no nos mandaron. Andá y hablá de algo que tenga algo que ver con esto
_ ¿Contenidos mínimos? ¿No hay siquiera contenidos mínimos? Regateé.
_ Eso sí, los traje yo de la otra escuela, vos andá al aula que yo te los mando.
_ ¡No, dámelos ahora! No voy a saber qué decir.
La pobre señora Regente debe haber reconocido en su alma un poco de piedad y nuevamente se puso a revolver papelería, hasta que encontró una hoja con cuatro renglones escritos en ella.
_ Tomá, después le sacás fotocopia y me lo devolvés
Con la mini-lista de temas en la mano intentando leerla a la carrera y mi mirada atravesando densas nubes rojas, recorrí el trayecto hacia mi nueva y exploratoria misión; seguramente el Señor Spock piloteaba mi nave porque, una vez en el aula, hablé sesenta minutos de un tema que, no sólo no había preparado (Obviamente), sino que ignoraba con suficiente solvencia.
No voy a agregar aquí detalles tales como que los alumnos eran adultos, que el aula estaba absolutamente colmada o que cada diez minutos se registraba el ingreso de algún rezagado argumentando que ignoraba el horario de las dieciocho, porque no quiero hacer llorar a ningún espíritu sensible, de ésos que, estoy segura, alguno queda en algún lugar.

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Volver al futuro

Miércoles 28 de marzo de 1998

Ya pasaron tres semanas de clase, me siento como en noviembre. Estoy de pie frente a la clase de segundo octava del turno de la noche. Mis alumnos tardan en acomodarse como si pudieran elegir alguna butaca acolchada forrada de pana colorada con apoyabrazos y apoyapiés, en lugar de estos bancos de caño metálico con pupitres y asientos que alguna vez tuvieron cubiertas de fórmica, cuyos vestigios permiten con probada eficacia enganchar algún punto del pulóver, las medias y hasta el bolsillo trasero del pantalón.
Les pido que ocupen sus lugares más rápidamente pero mi requerimiento es demorado por lo que parece ser una nueva moda entre los jóvenes: saludarse dándose la mano uno por uno al entrar a la escuela, actividad que en este caso se dificulta aún más porque como se trata de la pre-hora, siempre hay algún alumno que se retrasa y todo vuelve a empezar. Con el propósito de poner en evidencia lo mamarrachesco del ritual, me filtro en la cadena de apretones, sumándome con entusiasmo. La única que queda en ridículo soy yo, porque al advertir mi presencia en la ceremonia, me miran como si dijeran: “¡Pobre señora!”
Finalmente logro iniciar la clase anunciándoles que vamos a tratar de diferenciar los conceptos estado y nación, que suelen usarse como sinónimos pero que no lo son. Es evidente que la cuestión les interesa profundamente a juzgar por sus miradas perdidas en un horizonte ideal, cosa que, sin duda alguna, es signo de reflexión. Expongo cuidadosamente el tema con abundancia de etimologías y dibujo prolijamente unos cuadros sinópticos en el pizarrón. A mis espaldas, las voces más variadas pronuncian sucesivamente la pregunta:
_ ¿Qué dice ahí?
Está clarísimo que he logrado captar su atención, de lo contrario no plantearían un solo interrogante.
Cuando me dispongo a repartir unos textos con actividades para desarrollar en clase, y siendo exactamente las 18.30 horas, tres alumnos, viejos conocidos por mí y por muchos otros profesores, ingresan al salón de clase: Ramírez, Fernando; Suárez, Ezequiel y Morawiki, Leandro.
Tomando la representación de sus compañeros, Fernando Ramírez me informa que, habiéndose enterado de que la escuela había decidido poner en marcha el Bachillerato Nocturno, se habían inscripto, y, según les informaron en preceptoría, correspondía que tomaran mi clase, les pido que se sienten, notando en ese instante que ya lo habían hecho, y los saludo con afecto pero sin sacudón de diestra.
Termino de repartir los textos (son fotocopias, no se hagan ilusiones de otra cosa), doy las consignas para el trabajo y en mi memoria comienza a registrarse alguna actividad. Ramírez y Suárez, fueron alumnos míos en segundo quinta, turno mañana, en 1994, luego estuvieron en este mismo segundo octava en 1995. En 1996, los tres, Ramírez, Suárez y Morawiki asistieron a mis clases de tercero sexta; yo el año pasado no trabajé...
_ Ramírez, -me dirijo a él porque parece ser el diputado de los otros- ¿Por qué están en segundo otra vez?
_ No sabemos, nos explicaron que como el bachillerato tiene materias distintas a las de la escuela técnica común, y es más corto que la carrera de técnico, teníamos que estar acá.
¬_ ¿Están seguros? ¿Se asesoraron bien?
_ Eso nos dijeron acá en la escuela
_ ¿Con quién hablaron?
_ Con todos, Secretaría, Legajos, Regencia, Preceptoría... ¿Qué le vamos a hacer?
(No debo involucrarme en esta cuestión, es seguro que hay millones de reglamentaciones y resoluciones ministeriales que ignoro, no debo dejarme entrampar por mi acechante lógica, debo dar por terminado este asunto ya mismo)
Me obedezco mansamente. Los tres chicos levantan las cejas y suspiran. Yo también.
La clase continúa en un desarrollo sin mayores dificultades.

Miércoles 22 de abril de 1998

Algunas cosas han cambiado. Ya no doy Educación Cívica en segundo, sino Procesos Industriales y Contexto Social en primero. Estoy bastante repuesta de la estupefacción que la cosa me propinó. He buscado bibliografía, material periodístico y videofilmado, he estudiado algunas cosas nuevas, he repasado otras, confeccioné un programa y, si todavía no conozco bien a mis alumnos, ellos ya me conocen a mí, por lo cual he logrado que si llegan más de diez minutos tarde no entren, que se provean de los materiales que les traigo si faltan y que participen de los debates sin inhibiciones.
Estamos comentando un artículo de Eduardo Galeano en “Página 12” referido a conglomerados empresarios que respaldan dictaduras, contaminan a través de sus petroleras y sostienen fundaciones en defensa de no sé qué mariposa en extinción. La clase está bastante animada, pero de pronto... la puerta del aula se abre, giro sobre mis talones con la furia propia de un neurótico obsesionado por los desastrosos efectos de las interrupciones, al mismo tiempo que alcanzo a gritar:
_ ¡Ya no se puede entrar a clase!
_ Perdón profesora... y permiso, pero tenemos que pasar, nos mandaron para aquí...
Ramírez, Fernando; Suárez, Ezequiel y Morawiki, Leandro ingresan, en ese orden y buscan bancos en la primera fila. Se sientan con la cabeza gacha mientras yo pronuncio un discurso referido al imperio del disparate en estos tiempos universalmente menemistas. No puedo detenerme, escucho mi voz atronando en un pesado silencio áulico. Refiero anécdotas que tienen a Ramírez como protagonista en un lejano segundo quinta, cuento cuando apareció con el pelo verde y una delgada trencita en tercero sexta, relato las dificultades de Morawiki para escribir la “F” mayúscula en esa misma época e increpo a Suárez para que responda si todavía tiene la costumbre de atarse y desatarse los cordones de las zapatillas. ¡Los conozco! ¡Los conozco desde hace muchos años, no pueden perseguirme a través del tiempo hasta primero! ¡No pueden! Los alumnos creen que me broté, ya no se atreven a mirarme pero el silencio sigue siendo mortal. Bueno, no tanto, porque se oye un ruido de papeles que crujen; el sonido proviene de este agitado trío que desenrolla unas hojas de color amarillo huevo y se dispone a escribir en ellas.
_ ¿Qué están haciendo? Grito desorbitada
_ Vamos a escribir una nota para al Ministerio
Ramírez, como siempre, es quien responde. Me desplomo en la silla. Quiero mucho a este chico.

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¡Por fin se pudo fraccionar octavo novena!

Martes 8 de abril de 1998

El lector recordará que el primer día de clases de este año tuve que afrontar la pesada responsabilidad de iniciar las actividades escolares nada menos que con octavo novena, integrado por cerca de cincuenta y siete alumnos (nunca lo sabremos) que fueron objeto de un recuento pertinaz por parte de la señora Directora y la señora Secretaria.
Cada lunes y cada miércoles subsiguientes, días para el dictado de Educación Cívica e Historia respectivamente, yo me preguntaba, y trasladaba el interrogante a quien pudiera atenderlo, si no era ése un número suficiente para fraccionar la división. Obtenía respuestas que, en todos los casos, aludían a la esperada presencia de la inspectora para que verificara que la abultada cifra coincidía con la cantidad de alumnos presentes.
Difícil era para mí imaginar una inspectora incrédula frente a un registro de asistencia que se había venido levantando durante tres o cuatro semanas. Sin embargo, todo hacía sospechar que ésa era la realidad.
No quiero, ni debo regodearme en el absurdo, pero, ¿Qué clase de sistema permite sospechar que directivos y docentes de instituciones educativas mienten deliberadamente para engañar, por interpósita inspectora, a las máximas autoridades de la Dirección de Educación y Cultura de la Provincia, con el pernicioso objetivo de incrementar las erogaciones del tesoro provincial, perjudicando de este modo a la ciudadanía en su conjunto que paga puntualmente los impuestos?
Como siempre, me fui al demonio. El tema central sigue siendo la multitud (no debo ni siquiera pronunciar esta palabra, sin embargo insisto, corro el riesgo de un sofocón, ¿lo haré a propósito?). Cuáles son, en este caso las múltiples ocupaciones que demoran la presencia de la inspectora redentora. Debo averiguar esto; los alumnos saben que van a configurar otra división y presentan alguna resistencia a trabajar, sospechando la posibilidad de tener profesores
distintos que deberán empezar todo de nuevo. Dar clase es una utopía, y después dicen que han llegado a su fin.
Decido organizar una pesquisa más intensa y sistemática, preguntando, insistiendo, repreguntando, interrogando distintos testigos. La línea de investigación me llevó por aquí:
Resulta, que la escuela técnica a la que pertenezco (o pertenecía) articuló[2] con dos escuelas primarias de la zona, la Nº81 y la Nº39, y según la inscripción que cada una alcanzó pudo integrar una determinada cantidad de divisiones de octavo año. A todo esto, las tres autoridades, Director de la Técnica 15, Directora de la escuela 81 y Directora de la escuela 39, habían tomado la decisión (Para eso les pagan... para tomar decisiones, digo...) de que las divisiones de octavo numeradas de primera a cuarta, pertenecieran a la escuela 39 y las de quinta a novena a la Nº 81. Así planteadas las cosas, dividir octavo novena podía significar la apertura de dos o más caminos:
1) Agotada la numeración, habría que crear un octavo décima inexistente hasta ese momento y convocar nuevos profesores en el acto público de adjudicación de horas y cargos que realiza la Secretaría de Inspección, conocido como remate de horas por los sufridos docentes (¡Qué palabrita! ¿No?) Pero...
2) Conocida la circunstancia de que la escuela 39 no había podido reunir inscripción suficiente para un octavo del mismo turno de la tarde y debiendo, en este caso tener que cerrar la segunda división, podrían trasladarse los alumnos excedentes de octavo novena a esa pobre y extinta segunda división, conservando el personal docente que sin dudas iba a quedar fuera de esas horas cátedra (Entre los que me contaba, porque, por supuesto, no me iba a perder una contrariedad).
Pero, ¿a qué establecimiento pertenecería ese resucitado octavo segunda? Según la decisión inicial del triunvirato correspondía a la escuela 39, pero sólo la división, ya que los alumnos pertenecían a la 81. ¿Y los profesores?
¿Deberíamos volatilizarnos en el éter y, en caso de ser titulares, ascender (o caer, no sé) al limbo de las horas institucionales, o descender (de esto estoy segura) a desplazar a compañeros con menor puntaje o con horas provisionales o suplentes?
¿Cómo convertir o transmutar una cosa en otra? Aparentemente la directora de la 39 tenía las cosas claras, octavo segunda desaparecía y listo, que los demás se arreglaran... Un viernes a las cinco de la tarde me llamó por teléfono a mi casa para comunicarme su decisión referida a que debía hacerme cargo de las horas de Ciencias Sociales de un séptimo año que acababan de crear, yo estaba salvada por titularidad, antigüedad y puntaje. Dije que no quería, que debían buscarme otra solución, la señora profirió un “¡Jah!” que todavía resuena por aquí.
El director de la Técnica creía que había que fraccionar la división, que los alumnos excedentes integraran octavo segunda y que, contrariando la decisión inicial, este curso pasara a formar parte de la escuela 81, con los docentes originales y ahora en riesgo de perder horas, en lugar de la 39.
La directora de la 81 giraba sobre sí misma haciendo volar el ruedo de su guardapolvo.
La Señora inspectora “hacía del silencio un gesto” y de la ausencia una demostración.
Los docentes deambulábamos como espectros durante nuestros horarios de octavo segunda y transpirábamos como boxeadores en las clases de octavo novena.

“¡Ser o no ser: he aquí el problema! ¿Qué es más levantado para el espíritu: sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? ¡Morir..., dormir; no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí un término devotamente apetecible! ¡Morir..., dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! ¡Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida! ¡He aquí la reflexión que da existencia tan larga al infortunio! Porque ¿quién aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo,
la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las congojas del amor desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del poder y las vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo con un simple estilete?...”[3]

Demasiado para el atribulado príncipe de Dinamarca, demasiado para mí, demasiado para unos pobres docentes desprevenidos, demasiado para unos alumnos a los empujones en un ámbito destinado a otros fines, demasiado para unos sorprendidos directores, demasiado, en suma para una solitaria inspectora, a la que imagino desmadejándose el rodete y zambulléndose bajo su escritorio cada vez que suena el teléfono.
Como en las malas películas policiales ignoro los pasos que se fueron dando para que una clara y todavía calurosa tarde de principios de abril, Silvia, la preceptora de octavo novena, me recibiera con muestras de evidente regocijo:
_ ¡Por fin se dividió octavo novena!
No nos abrazamos y saltamos en círculos por el pasillo en aras de una imprescindible sobriedad en circunstancias, que si no fuera por mi condición docente, diría que son cosa de mamados.
Octavo segunda soportó los embates de la tormenta de esta locura tropical y se mantuvo en pie, con sus profesores de origen, pero con alumnos de otra escuela, la 81, a la que ahora pertenecía en cuerpo y alma.
Aquí pongo punto final. Si no entendieron, vuelvan a leer hasta que les entre en la cabeza, porque está explicado de la mejor manera posible y, si no hay más detalles, es porque no los conozco, pero prestando atención creo que es fácil darse cuenta de qué criterio se impuso, sólo que ignoro los motivos de esa decisión.
Apenas resta agregar que en la fragmentación, los López y los Martínez quedaron del lado de octavo segunda y que los Fernández y los Gómez tras la frontera de octavo novena.[4]



[2] Neologismo que pasa a integrar la jerga de la reforma educativa y que se refiere a la relación de continuidad que se establece entre una escuela media, técnica o agraria y una escuela primaria para configurar el tercer ciclo del E.G.B. (Educación General Básica) integrado por el séptimo, octavo y noveno años cuyos maestros y profesores deberán incluirse en la Dirección de Enseñanza Primaria (que mágicamente sigue existiendo), también llamada “Rama Primaria”, y que por consiguiente quedan bajo la autoridad de la Señora Directora de la escuela primaria de que se trate. (Hasta aquí llegaron mis ganas de explicar. Punto y coma, el que no entendió se embroma)
[3] SHAKESPEARE, William, Hamlet, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, Biblioteca básica universal, 1969, pág. 54
[4] Ver “Alumno italiano”

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Licencia sin goce de haberes

Miércoles 18 de marzo de 1998

Se me ha recomendado en reiterados encuentros médicos que trate de disminuir la cantidad de horas de trabajo, para no producir una sobreestimulación de mi sistema nervioso que podría complicar la recuperación evidente de mi estado de salud.
En las reglamentaciones ministeriales y en el Estatuto del docente se ignora la posibilidad de una licencia parcial por enfermedad, cuando, en esta actividad, resulta bastante lógico entender que alguien puede estar en condiciones de dar doce o quince horas de clase semanales, atendiendo a cien o ciento cincuenta alumnos, y no treinta y seis, haciéndose cargo de la educación de cuatrocientos adolescentes, si no más.
No sé por qué insisto en reclamar lógica en un sistema que ni siquiera sé si la ha perdido o si la tuvo alguna vez. Lo cierto es que debiendo trabajar menos por razones estrictamente vinculadas con la salud, es necesario pedir lo que se llama carpeta médica, en la totalidad de las horas o en ninguna. Y la disminución sólo es posible hacerla a costa de la reducción de los ingresos a través de un pedido de licencia sin goce de haberes[5].
Debo aquí reconocer mi ignorancia en materias burocráticas con respecto a este requerimiento, por lo que, decidida a abandonar las dos horas de octavo séptima del turno de la mañana, me encaminé a consultar acerca del trámite con la señora directora, quien en el preciso momento en que pensé en ella, apareció por la puerta, entrando desde la calle y proviniendo, seguramente de la escuela 81, cuyo edificio está a cinco o seis cuadras de la escuela técnica en la que me encontraba y a la que pertenezco originalmente.
Venía acalorada, era una tarde pesada y la caminata no le había sentado bien.
Fui a su encuentro sonriendo lo mejor que podía, sabiendo, o suponiendo, que no me conocía. Le abrí la puerta muy atentamente y entonces me presenté:
_ Señora, ¡qué suerte que la encuentro! Soy Norma Mileo, profesora de historia en octavo séptima. Iba a hablar con usted porque necesito hacerle una consulta.
Ella no se detenía y me obligaba a caminar casi retrocediendo acompañando sus pasos que todavía estaban impregnados por el ritmo de la marcha callejera. Dudé entre sostenerla por los brazos o hacerle una zancadilla para obligarla a pisar el freno. Opté por una tercera opción más cortés pero tal vez menos efectiva.
_ ¿Puede atenderme ahora o prefiere que hablemos en otro momento?
Ante la pregunta, levantó la cabeza y me miró.
_Dígame, ¿qué necesita? –dijo sin dejar de caminar-.
_Voy a pedir una licencia sin goce de sueldo en octavo séptima y necesito saber cuál es el trámite que debo seguir
_ No se puede
_ ¿Cómo que no se puede? Se ha podido siempre
_ No se puede
_ Perdón señora pero me parece que no me está entendiendo, le dije que necesito pedir una licencia sin goce de sueldo, y mi duda es si basta con presentar una nota requiriéndola o si hay alguna otra cosa que hacer.
_ No se puede
La directora seguía caminando, más lentamente, eso sí, pero apenas me miraba.
_ ¿Qué es lo que no se puede? ¿Desde cuando no se puede pedir una licencia?
Mientras yo trataba de disimular una tonalidad acongojada en mi voz, a la vez que intentaba con toda la fuerza de mi empobrecida voluntad ahuyentar un incipiente mareo, veía como mi interlocutora (¿Mi interlocutora?), iba mutando la expresión de su cara desde la de cansancio e indiferencia hacia otra de impaciencia y de ira. Se detuvo.
_ Usted se olvida, señorita, que esto es E.G.B, que lo que antes podía en Media ahora no puede en E.G.B.
Estupefacta, es la primera palabra que se me ocurre para describir de qué modo me dejó esa respuesta. Sabía que no tenía mucho tiempo para pensar, que cualquier vacilación de mi parte iba a ser aprovechada por la señora directora para desaparecer tras la puerta de Secretaría que era adónde evidentemente se dirigía. No podía dudar y no dudé.
_ Perdón señora, (Comenzaba a irritarme esto de disculparme cada vez que comenzaba mi parte del diálogo. Me imaginaba con kimono, inclinando mi cabeza y refiriéndome a mí misma como “esta despreciable persona...”) no estoy entendiendo o no puedo hacerme entender; yo necesito, por consejo médico, disminuir mis horas de trabajo y a lo único que aspiro es a una licencia sin goce de sueldo en octavo séptima.
_ No se puede, ¡Esto es E.G.B, E.G.B, E.G.B.!
En el fondo de su almita me golpeaba la cabeza con el puño cerrado y el dedo anular ligeramente plegado y sobresalido para que su poderosa alianza matrimonial percutiera más rítmicamente con cada ¡E.G.B.! Yo sentía el tam tam tam o el tuc tuc tuc resonando con la mejor de las acústicas, y doliendo como el más maternal de los castigos, pero nada de esto podía suceder porque en la superficie de su almita sólo se atrevía a mirarme de manera verdaderamente feroz.
_ ¿Dónde se ha visto –insistía- que una maestra pida licencia en la mitad de sus horas y trabaje la otra mitad?
¡Choque de culturas! ¡Choque de culturas! Yo había descubierto que la conversación podía ser parecida a las primeras que el Dr. Livingstone había tenido con los nativos en las proximidades del río Zambeze mientras escuchaba el ronroneo de la catarata Victoria. (Ovsérvese que no especifico quién es el nativo y quién el Dr. Livingstone; pero no es por ninguna de esas razones que están pensando. Es simplemente porque no lo sé)
_ Señora, a la maestra se le paga por cargo, a los profesores por hora cátedra y yo no pretendo licencia en una hora sino en las dos que corresponden a la totalidad de las que tengo en octavo séptima.
La señora se hartó.
_¡E.G.B. E.G.B. E.G.B!
A su mágico anillo se sumaba una serie de sacudones de mi cabeza, usando como manivela impulsora una de mis orejas.
_ Tenga en cuenta que si puedo renunciar, también puedo pedir licencia sin sueldo en uno de mis cursos y que usted no puede obligarme a trabajar dónde yo no quiero.
Pensé en continuar con un discurso basado en mis derechos constitucionales:

“Artículo 14: Todos los habitantes de la nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio; a saber: de trabajar y ejercer toda industria lícita...” (Por lo tanto también a no trabajar)

“Artículo 15: En la Nación argentina no hay esclavos...”

“Artículo 17: ... Ningún servicio personal es exigible, sino en virtud de ley o de sentencia fundada en ley...”

“Artículo 19: ...Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley ni privado de lo que ella no prohíbe.”

Hice un vertiginoso repaso de la Declaración de las Naciones Unidas de 1948:

“Artículo 23: 1. Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo

“Artículo 24: Toda persona tiene derecho al descanso... , a una limitación razonable de la duración del trabajo...”

Y me dejé de joder con la proyectada lección de civismo cuando vi que la señora desabotonaba los puños de su guardapolvo con volados y lentamente
comenzaba a arremangarse mientras escudriñaba cada región de mi cara con un ojo más abierto que otro, como en el gesto de hacer puntería
_ Mirá querida, -su voz y su postura cambiaron para transformarse en una vecina del barrio que está a punto de escupir un chisme- yo no te quiero perjudicar a ti (SIC), ni a tu salud, ni a tu bolsillo, pero creo que ahora no se puede, si querés vas a Secretaría de Inspección y allí averiguás.
Yo ya no tenía fuerzas ni para enfurecerme, pero mis sentimientos eran por lo menos negativos. Sabía que no había lógica que valga, pero mi compañera neurosis no me permitía aceptar lo que estaba pasando, y empecé a sentir la necesidad de molestar.
_ ¿Dónde queda, eh...? Secretaría... ¿de qué? –dije haciéndome la indiferente.
_ Secretaría de ins-pec-ción –dijo silabeando correctamente- y queda en 1 y 57. No me explico por qué ustedes no saben estas cosas.
Cuando dijo ustedes refiriéndose a mí, supe inmediatamente que no estaba cometiendo un error de número en el uso del pronombre, sino que esa palabra estaba siendo empleada maternalmente, en la actitud que cada progenitora usa para diluir una reconvención, dirigiéndose a todos sus hijos cuando en realidad reta a uno solo.
Esta gran madre, de alguna manera –no de todas-, me estaba tratando como a una hija y yo me sentí reprendida
_ Y ahora me disculpás pero tengo mucho que hacer, por otra parte, la persona que conozco allí y que podría informarte, en este momento, quiero decir, estos días, este mes, no está.
Ya de espaldas, agitó su mano en alto en un saludo agotado, como el de una novia que abandona y se niega a seguir dando explicaciones.
Me quedé con las ganas de molestar, apenas estaba empezando y me dejaron sola en medio del hall de entrada, frente a las ventanillas de Secretaría... Frente o a la izquierda o detrás o a la derecha porque todo giraba a mi alrededor; abrí las piernas para sostenerme mejor y todas mis fuerzas se concentraron en sofrenar una irresistible tentación de empezar a llorar a los gritos. En ese estado cuasi Linda Blair me sorprendió la señora Regente a quien rápidamente conté lo que me había pasado.
_ Hablá con el director, eso que ella te dijo no puede ser.
La puerta de la Dirección estaba cerrada, lo que indicaba su ausencia. Decidí irme a sollozar a casa. Ya en el auto, estacionado en la puerta de la escuela, mientras bajaba la ventanilla y acomodaba el espejo lateral, vi el verde vehículo del director avanzando y levantando polvareda. Llegaba la caballería, el batimóvil, el chevy malibú de Starsky y Hutch... Desde la vereda comencé mi penoso relato hasta su despacho con un asombroso poder de síntesis; además ya estaba entrenada en esto de caminar y narrar al mismo tiempo.
Cuando entramos me hizo sentar y me pidió que lo esperara unos instantes... Se dirigió a Secretaría y sin dudas pude ver el vapor que salía de sus orejas. Ya de regreso, me dijo que no me preocupara, que presentara una nota pidiendo la licencia y que él se iba a hacer cargo.
_ ¿A quién la dirijo? –pregunté inocentemente-
_ Usted encabece: Sr. Director... y no diga de qué escuela.
Logré reírme.
En ese instante entró velozmente la señora directora, aleteando como un lepidóptero e inclinándose hacia adelante en un gesto de suma cordialidad, sonriendo de oreja a oreja.
Intenté ponerme de pie ante su sorprendente y teatral entrada pero el señor director no me dejó.
_ ¡Siéntese Mileo!
Francamente, a estas alturas no sólo no entendía nada, sino que tampoco lo pretendía, situación que en mi caso y en mi estado es una verdadera rareza.
La escena no había desencadenado el “ataque de pánico”, por el contrario tenía el efecto del clonazepan en su dosis justa, estaba a un tris del letargo pero nada más que a un tris.
_ ¡Queriiida! Yo no te había entendido, creía que querías una licencia por enfermedad y por eso yo te decía que no. ¡No hay ningún problema, tesoro! Cuando puedas pasás por la escuela 81 y allí la secretaria te da una planillita, la llenás y listo; eso es todo, es sencillito, ¿entendés?
Estupefacta, es la primera palabra que se me ocurre para describir de qué modo me dejó esa respuesta (Es verdaderamente un caso digno de estudio parapsicológico que pueda reiterarse exactamente la misma expresión con una diferencia de no más de quince minutos frente a situaciones decididamente diferentes)
_ Está bien, gracias señora.
_ Bueno, chau querida.
Ignoro la calidad del encuentro sostenido en la Secretaría por mis dos directores. Soy absolutamente incapaz de imaginar el diálogo que allí se desarrolló. Quedará en mi pequeña historia personal como una casi instantánea entrevista de Guayaquil que teñirá de misterio este período tremolante de mi carrera.
La licencia me fue concedida sin inconveniente alguno y al cabo de seis meses renuncié a esas horas cátedra, sólo para molestar, pero imagino que alguien se alegró y no logré mi objetivo.



[5] No ignoro que existen otras posibilidades como las espeluznantes “tareas pasivas” o la terrorífica “jubilación por incapacidad”. Como padezco trastornos de pánico, ninguna de estas soluciones es para mí.

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El terrorista iraní

Miércoles 27 de mayo de 1998

Era una tardecita muy fría. Había oscurecido temprano porque estaba muy nublado. Era mi séptima hora de clase y ya estaba sintiendo el cansancio. Sin embargo, como había logrado “domesticar” este primero octava, me sentía cómoda con ellos a pesar de esta extraña materia[6].
El tema era la Revolución Industrial; a los varones les interesaban las máquinas y a las mujeres la pobreza de los trabajadores ingleses del siglo XVIII. Mi papel consistía en que pudiéramos amalgamar ambas inclinaciones. Dos o tres párrafos de “Oliver Twist” de Dickens comentados tras la lectura del funcionamiento de la máquina de vapor. Los mapas seriados de densidad de población en Londres que evidenciaban su aumento, eran analizados junto a los cuadros estadísticos de incremento de las exportaciones de la industria textil. Lentamente yo introducía la palabra “proletariado” y mencionaba al liberalismo como doctrina económica, preparando imperceptiblemente un debate que sin dudas iba a ocurrir. Previamente era necesario que trabajaran en grupos con todo el material y redactaran un pequeño informe sobre el sistema de fábrica o la situación planteada entre los trabajadores y las máquinas o finalmente, la relación que se desarrollaría entre obreros y patrones.
Iniciaron la tarea sin resistencias mayores, las chicas dirigían las acciones y los muchachos, más cómodos, se limitaban a copiar en sus carpetas lo que ellas sugerían.
De repente, se abrió la puerta y se introdujo por ella un sujeto que yo jamás había visto. No saludó, o tal vez rumió algo que no oí, y portando un tablero de dibujo, se dirigió sin vacilaciones a hacia un banco de cuya propiedad no tenía dudas, a juzgar por su mirada.
La clase pareció ignorarlo, pero conociéndome, lentamente comenzaron a levantar sus cabezas hacia mí.
Se trataba de un adulto de alrededor de treinta y ocho o cuarenta años, de piel algo oscura, gruesa y ajada, arcos superciliares destacados, ojos demasiado próximos entre sí, nariz corta y ligeramente aplanada y pelo muy enrulado de color lacre, amarillo sepiado, ocaso estival, pulpa de melón gota de miel o algo así.
Ocupo todo un párrafo en su descripción pero yo capté su imagen de manera instantánea, en el tiempo suficiente para reaccionar levantando la voz desde el plexo solar y colocándola frente a la cara del intruso que estaba a cuatro o cinco metros de mí:
_ ¡ No se puede entrar a mi clase pasados los diez minutos de iniciada! ¡Esto lo sabe hasta Juancito! (Juan es el perro que desde hace tres años nos hace el honor de cuidarnos a nosotros y a la escuela viviendo sus días de vejez en todos los ámbitos del edificio y durmiendo en la cabina telefónica) ¡Por otra parte, -proseguí en tono iracundo- después de casi dos meses de clase, no tengo por qué tolerar que una persona que jamás he visto en mi vida entre como a su casa mientras los alumnos y yo estamos concentrados en una tarea, distrayéndonos e interrumpiéndonos sin el más mínimo pudor, sin pedir siquiera permiso, sin dar la más nimia de las explicaciones! ¡Nada!...
Hice una pausita para respirar, porque me había encendido de argumentos en contra de su intrusión, mini-lapso que el recién venido aprovechó rápidamente para replicar:
_ ¿Qué explicación quiere? Soy un alumno...
_ ¡No me consta! ¡No me consta! Usted puede decirme soy el alumno Pérez y como no figura en mi lista, ni lo he visto jamás puede resultar siendo un terrorista iraní...
El tipo se puso como loco.
_ ¡Yo no soy ningún terrorista iraní! ¡No le voy a permitir que me trate de terrorista! ¡Qué se ha creído! ¿Tengo cara de terrorista yo? ¡Yo no soy ningún terrorista!
_ ¡No me consta! ¡No me consta!
La situación se había tornado francamente ridícula, y yo empezaba a divertirme, por lo que había decidido no pedirle que saliera del aula. Mi consabida capacidad en el uso del sarcasmo y la exageración dramática estaba dando un resultado impredecible y de lo más estimulante.
_ ¿Cómo quiere que le conste si usted nunca me deja entrar?
_ Yo no lo he visto en mi vida
_ Pregúntele a ellos –con el brazo derecho describía un cuarto de círculo hacia donde estaban los alumnos de mi clase-.
Yo pretendía no reconocer a los integrantes de la clase como sus compañeros, argumentando que con alguna artimaña él podría haber logrado ciertas complicidades.
La situación era por lo menos un disparate.
_ ¡Terrorista iraní! ¡Terrorista iraní! ¡Yo trabajo de contratista en una obra para poner cañerías del gas en las veredas de Villa Catela y vengo acá a estudiar! ¡Yo soy un alumno de esta escuela!
_ Le repito que no me consta. No tengo ningún registro de su existencia.
_ Esperesé, esperesé, me parece que ahí la agarré ¿Cómo sabe usted que yo me llamo Pérez si dice que no le consta que soy un alumno?
_ Yo no sé que usted se llame Pérez
Su excitación era sólo comparable con la de Sherlock Holmes, a punto de descubrir la más importante de las pistas que lo conducirían al destrabe final.
_ ¡Usted lo dijo! ¡Usted lo dijo!
_ ¿Qué es lo que dije?
_ Dijo: “Usted puede decirme soy el alumno Pérez y como no figura en mi lista, ni lo he visto jamás puede resultar siendo un terrorista iraní...” ¡Jha! ¡La agarré! Si sabe mi apellido es porque me conoce, por lo tanto, soy un alumno y no un terrorista iraní.
Yo no podía reírme pero los compañeros sí. Mientras tanto él seguía diciendo con voz clara y valiente:
_ Pérez, Oscar Alfredo, sí señor.
No sé por qué lo imaginé recibiendo una corona de laureles y sonriendo para el fotógrafo de “El Gráfico” después de haber ganado alguna carrera automovilística en General Pico o en Ramallo junto a su hermano Juan, que no es el perro.

[6] Ver “Profesor multifacético”

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OCTAVO TERCERA

Onomatopeyas


Octavo año tercera división es un curso integrado por alumnos de habilidades destacadas y un poco diferentes; entre estas destrezas está la de emitir sonidos de las más variadas tonalidades que pretenden la reproducción de algunas situaciones reales pero no precisamente escolares, áulicas, educativas o algo que se parezca.
Por momentos, especialmente aquellos dedicados al trabajo escrito, grupal o individual, en los que el silencio resulta relativamente imprescindible, comienza a escucharse la sonorización que yo vivo como un sentido homenaje a Luis Alberto Catalán y sus efectos radioteatrales[7].
La primera vez que me hicieron conocer el privilegio de sus preciados dones la cosa comenzó con un descorche. De vino, nomás. Yo estaba corrigiendo algunos trabajos y no me sentía bien, me dolía la cabeza y estaba un poco triste pero no sabía por qué. Había dado clases toda la mañana, éstas eran las dos primeras horas de la tarde y no serían las últimas. En estas reconocidas circunstancias preferí ignorar la liberación de la botella y seguí con mis tareas sin siquiera levantar la cabeza. Pasados unos cinco minutos, otro tapón fue arrancado de su redoma o tal vez de su damajuana, porque el volumen fue mayor.
Sólo levanté la vista, miré en general por encima de mis anteojos y dije: ¡Salud!
Hubo risitas sofocadas, pero yo intuí que no eran como reacción por mi respuesta sino por el logro del efecto: molestar mi atención.
Insisto en que no estaba en mi mejor día y sinceramente no tenía ganas de educar (Perdón, pero ésta es la más pura verdad). Continué corrigiendo afectando indiferencia, pero supe que podían lograr irritarme. Además me percaté de que con mi “¡Salud!” había iniciado un camino que exigía mayor esfuerzo intelectual y que hubiera sido preferible ponerme de pie a los gritos y también a los gritos pronunciar un discurso moralizador. El error estaba perpetrado, no había nada que hacer.
El siguiente efecto sonoro fue un maullido, suavecito, de gato sobre un almohadón, por suerte, y no de una gata en celo.
_ Están decididos a continuar ¿No? – Pregunté sin demasiado ánimo-
Nadie contestó.
_ Sigan trabajando, esta vez sin onomatopeyas, por favor.
Mi voz sonaba como la de Margarita Gauthier en su lecho de dolor, pero me costaba intentar otra menos sufriente y más autoritaria.
Esta vez las risas sonaron más francas y alguien se atrevió a preguntar:
_ Onoma ¿qué?
Estaba frita, la situación era un camino de ida.
Tuvo que aparecer la docente:
_ Onomatopeya es la imitación de un sonido a través de una o más palabras que se forman para esa imitación
Como verdaderos micos parlantes empezaron a tratar de repetir la palabra “onomatopeya”, sin lograrlo, por supuesto, mientras se reían haciendo “hociquito”
_ Onopapeya, nomopoyeya, opoyamena, monopayena...
Y siguieron un rato...
Me puse de pie, invocando a Rosarito Vera, a Almafuerte, a William Morris, a Mary O´Graham y hasta a Juan José Camero, que hace de maestro en la película “La Deuda Interna”.
Tomé una tiza, y escribí la nueva palabra en el pizarrón.
Ahora intentaban leerla y tampoco lo lograban, balbuceaban tres y a veces cuatro sílabas, pero para seis no estaban entrenados. Seguían riendo, porque parece que ahora ignorar es divertido: Otro goce que me estoy perdiendo, no porque no ignore sino porque no lo disfruto.
Traté de ayudarlos, explicando el origen de la palabra, les comuniqué que venía del griego ónoma que quería decir “nombre” y poieîn que significaba “hacer”. Esto les hacía más gracia aún. Así que cuando logré que todos estuvieran en condiciones de repetir dos o tres veces la palabra “onomatopeya” con fluidez y sin sensación de trabalenguas, volví a sentarme y les indiqué que siguieran con su trabajo. Había sido un gran esfuerzo de más de veinticinco minutos y de enorme intensidad, y eso yo lo notaba en mi pobre y gastado cuerpo.
Todavía resonaban los ecos de la palabreja; ecos y no tanto, porque de pronto reparé que la estaban usando a modo de insulto. Se miraban con expresión burlona y se espetaban: “¡Onomatopeya!”, tras lo cual se señalaban con el dedo índice apuntando a la cara del aludido y se mostraban las amígdalas mientras sacudían el apéndice muscular intrabucal de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
¿Cómo hacerlos regresar a la expansión de los árabes en los siglos VII y VIII y a la confección de los mapas correspondientes? Esta era labor para un titán olímpico, no para una humilde profesora argentina de cincuenta kilogramos de peso. Lo peor de todo es que debía intentarlo.
Nuevamente me levanté y expliqué que había llegado el momento de dar por terminada la lección de lengua (Así se le llama ahora a la enseñanza del Castellano) y continuar con la de historia. Me esforcé en evidenciar seguridad y autoridad, porque lo que sentía en realidad era una fatiga existencial, honda, abismal, definitiva. Yo no sabía hacer este trabajo, y sin embargo, aquí estaba. Había estudiado una carrera de cinco años en la Universidad, me había recibido con un promedio interesante y hasta había obtenido por ello alguna medalla. Tengo ya una larga experiencia docente de veinte años, y no podía evitar sentir que estas situaciones no formaban parte de mis obligaciones, simplemente porque no estaba capacitada para ellas. No sé enseñar historia a estudiantes que no saben leer y escribir y que tienen un comportamiento social completamente anómico a los trece o catorce años. No sé hacerlo. No sé hacerlo. ¡No sé hacerlo!
¿Qué es este discurso? ¿Acaso estoy por entrar en pánico? ¿Qué es esta locura de la reflexión destemplada simplemente porque alguien maúlla, muge, bala, arrulla, pía, ladra, ruge, grazna, parpa o croa? ¿Adónde pienso llegar con la lógica de la formación docente? ¿Por qué no puedo sostener el ánimo frente a un mísero e inocente descorche? ¡Basta de mariconadas!
_ ¡Suficiente! ¡Se ponen inmediatamente a trabajar y se dejan de jorobar! ¡El trabajo tiene que estar terminado en diez minutos y lo voy a calificar!
El silencio se produjo, lentamente volvieron a sumergir sus cabezas en sus carpetas y libros. Comencé a tratar de relajarme, no podía seguir corrigiendo, mi concentración sólo daba para respirar profundamente y estirar los músculos de mi cuello que se habían convertido en tasajo.
Cuando ya casi había bajado la guardia, el espacio auditivo fue invadido por un débil y dulce cacareo...
Hasta la pedorrera no paran, pensé. Y tuve razón.



7] Quien se acuerde de Luis Alberto Catalán estará delatando su edad. Mi consejo es que pregunten de quién se trata a sus mayores, haciéndose los sorprendidos en su buena fe juvenil.

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Sarmiento

El primer día de clase, los alumnos de octavo tercera eran veinticinco. Maravilloso número ése para dar clase. Yo los había contado, cabeza por cabeza, (¡Ji! ¡Ji! ¡Ji!)[8] porque todavía no se habían confeccionado listas definitivas. Compuse la nómina, preguntándoles sus apellidos y nombres, tarea que ocupó más tiempo del previsto porque la pronunciación se realiza con la boca semicerrada y el deletreo presenta reiterados tropezones. Todo esto transcurre mientras albergo la sospecha de una incipiente sordera y delibero con mi ajetreada conciencia acerca de la posibilidad de consultar un otorrinolaringólogo o, en su defecto asignar la total responsabilidad del entendimiento deficitario a la modulación también deficitaria de estos jóvenes.
Como estoy frente a tantos cursos, desde hace años desarrollo una especie de ritual y ejercicio práctico, que consiste en conocer al menos cinco chicos por día de cada división, durante las primeras semanas de clase. Las cuentas cierran más o menos, si puedo usufructuar la ventaja de conocer a los hermanos de alguno de ellos, o los nombres son raros o ridículos o me traen reminiscencias de algún personaje de una novela, un amigo de la infancia o alguna otra referencia más o menos espontánea. Así puedo en mayo o junio recordarlos a todos o casi todos, porque los García, los Gómez, los Rodríguez, López, Martínez y Ramírez, siempre se me escabullen pero, curiosamente, no los Pérez, que son mucho menos de lo que establece la mitología.
Este año, en este curso, está Sarmiento; Sarmiento, Juan Manuel. ¡Curioso entrevero histórico el propiciado por estos extravertidos padres para intitular a su hijo! A mí me viene de perlas, es un esfuerzo mnemotécnico menos, que me permite escatimar energías intelectuales verdaderamente preciosas para otros espacios más gratos.
Resulta sencillo también asociar el apelativo con la persona, porque el joven Sarmiento conforma una verdadera contracara fisonómica de “el del bronce”. El mío es rubio, delicado, tiene el pelo muy largo, lacio y brillante; su mirada es a la vez vacuna y azul; alto, de cara alargada, de apariencia frágil e imperturbable, es dueño de una belleza neutra e inexpresiva. El otro, el de la historia, no necesita descripción aquí porque cuento con que es el prócer más conocido ya que según dicen mis discípulos, inventó las escuelas y sale todos los años en el Billiken.
Ahora bien, recordar a los compañeros va a costarme un esfuerzo mayor, porque sus apellidos son poco asociables y porque ellos mismos se parecen entre sí. Para que esto se entienda mejor referiré una conversación sostenida con una colega docente, española ella, que, muy preocupada por el rendimiento de este curso me pregunta un día:
_ Norma ¿Cómo anda Cerviño contigo?
_ ¿Cuál es Cerviño, Pepita?
_ Uno morenito
_ Pepa, esforzate más en la descripción, ¡Son todos morenitos!
De este modo Sarmiento es el primero que identifico.
La segunda semana de clase, ya con un registro casero del elenco ordenado alfabéticamente, me presento a clase con ánimo de incorporar a mi conocimiento cinco alumnos más. El desconcierto se produce de inmediato. A simple vista no llegaban ni a la mitad de los veinticinco del jueves anterior y tenía la impresión de que algunos de ellos no habían estado en clase en aquella ocasión.
En efecto, catorce podían decir “presente” y los tres restantes requerían una incorporación en mi lista. Once estaban ausentes. De los cinco que había registrado el encuentro anterior, sólo estaban Sarmiento y dos más. Ahora la cosa se complicaba. Después de anotar dificultosamente los nuevos apellidos y nombres, empecé la clase reclamándome paciencia, mansedumbre, resignación y perseverancia.
La pequeña tarea indicada la semana anterior sólo había sido completada por tres alumnos, los restantes, se habían olvidado, no sabían dónde habían puesto esa hoja y por supuesto, los novatos no sabían de lo que yo estaba hablando.
Inicié una tímida explicación acerca de la función y utilidad de la historia, interrogándolos acerca de su propia memoria y de sus experiencias personales; dos respondían que la historia permitía conocer los antepasados y de ahí no los sacaba, el resto de la división cogoteaba hacia la ventana, me miraba fijamente, o hacía dibujitos en su carpeta.
Él timbre me eyectó hacia el pequeño despacho de la coordinadora.
_ ¿Qué pasa con octavo tercera? Sólo la mitad de los que estaban la primera clase están presentes hoy, y, en reemplazo de los ausentes hay unos cuantos nuevos.
_ Octavo tercera... Octavo tercera... ¿Son los del fondo?
_ Sí, los de la última aula, al final del pasillo (Todo un símbolo)
De una carpeta tomó una planilla verdaderamente ajada y remendada. Algunos nombres estaban escritos a máquina, otros con birome y algunos con lápiz
_ ¡Ah! ¡Sí! Este curso lo armamos casi totalmente con repetidores y todavía se están incorporando, vienen de otras escuelas, o ha llevado tiempo convencerlos de que tienen que seguir, que el E.G.B. es obligatorio. En fin, vas a tener que esperar algunas semanas para que la división se “asiente”.
¡Maravilloso! Tener una división en “ablande” es algo que nunca se me habría ocurrido. ¿Con cuántos kilómetros se considerará “asentada”? ¿Cuándo realizar el primer cambio de aceite y filtro?
La metáfora de la señora coordinadora me había turbado con cierta intensidad y temía arrancar hacia la continuación de la alegoría e ir a parar a un quejumbroso recoveco de autoconmiseración.
Tomé un café y fui a Segundo Electromecánica (quinto año), a tomar un balsámico baño de normalidad... Aunque, no sé... estábamos hablando de ética y de política... Bueno, pero la conversación se desarrolla en castellano y a la mayoría de los chicos le interesa la cuestión. Gracias, gracias, gracias.
El jueves siguiente a la hora de entrada se desató una lluvia torrencial. Me encaminé hacia el fondo, a la derecha y entré al salón de clase cerrando los ojos. Ya en el escritorio los abrí y me enfrenté con seis alumnos, ahora había dos chicas, que no había visto antes, una con la cabeza casi rapada pero un largo mechón color violeta entre sus ojos, la otra, de impecable guardapolvo blanco saludó de pie junto al banco. Tres alumnos más, ya conocidos y Sarmiento en el fondo, sin capote pero con el pelo chorreando agua.
Durante un mes y medio se hizo lo que se pudo, cada jueves, una sorpresita: venía la mitad, se indicaba una tarea y al siguiente también asistía la mitad, pero la otra, la que había faltado la clase anterior.
Promediando el año ya había mutilado y retocado la libreta de calificaciones con la lista de alumnos más de diez veces. Los exámenes se anunciaban con quince días de anticipación pero en todos los casos me decían que no estaban enterados. Opté por hacerles anotar las fechas de evaluación en las carpetas durante dos semanas consecutivas, pero llegado el momento, muchos la habían perdido en el colectivo o se la habían olvidado arriba del televisor en la casa de la abuela. Esas carpetas eran un verdadero rompecabezas imposible de armar porque faltaba la mayoría de las piezas. Creo innecesario resaltar que nadie aprendía nada, ni siquiera yo. Videos, libros con ilustraciones, historietas, fotocopias con pequeños textos, cuadros, esquemas, todos estos eran recursos (contenidos procedimentales, debería decir) que se escurrían por los intersticios de las inasistencias o las asistencias malversadas.
En septiembre tenía un catálogo más o menos estable de estudiantes que no sobrepasaban los doce o catorce ¿Sería esto el final del “asentamiento”? Antes de dar de baja de manera definitiva a los desgranados consulté con la preceptora y mi primer interrogante fue referido a Sarmiento.
_ Hace mucho que no lo veo, ¿sigue viniendo a otras clases?
_ En realidad, no, no mucho. Sarmiento tiene cuarenta y dos faltas.


[[8] Referencia al recuento referido en “Alumno Italiano”

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El hombre lobo y el mundial de fútbol

Como de tantas otras cosas, no sé nada de fútbol. Sólo me doy por enterada de su existencia cada cuatro años, cuando se desarrolla el campeonato mundial. Y no tengo más remedio que hacerlo, no solamente por la sobreinformación de los medios de comunicación sino por la aparición de radios, y la desaparición de alumnos en los horarios de clase.
Los cursos del ciclo superior desertan en masa, especialmente el día en que juega la selección argentina, pero los más novatos del E.G.B., seguramente por que todavía sus padres están en condiciones de ejercer algún poder, asisten a clase de manera irregular, fragmentada y ociosa, porque intente alguno de nosotros los profesores dar una clase normal mientras transcurre un partido que para ellos es importante y verá lo que ocurre.(Yo no logro aprender cuáles son las circunstancias que hacen que un juego de pelota sea más trascendente que otro, ni puedo explicarme su primordialidad en sí misma... Pero esto es harina de otro costal).
Así es que esos días de campeonato, la escuela luce casi fantasmal, porque también hay profesores que se ausentan para recrearse en sus casas frente a la pantalla que trasmite los encuentros; entonces puede verse deambular por la galería o el patio a pequeños grupos de marginados del festín futbolístico, con algún walkman apretado contra el pecho y los auriculares brotando de las orejas, gritando con relativa energía, goles que pueden llegar a ser de Pakistán, pero, según ellos entienden, resultan convenientes para la performance del combinado nacional.
Pero puede ocurrir que el partido de interés especial (¿?) esté programado para las cinco de la tarde y sean apenas las dos, ¿por qué razón no se podía intentar un acercamiento al impacto demográfico de la conquista en América Central y el Caribe, en lugar de permitir una ensalada rusa sólo porque vinieron pocos?
La Dirección de Educación y Cultura había hecho llegar una circular a cada escuela para que se dieran clases alusivas al acontecimiento deportivo, utilizándolo como elemento motivador para el desarrollo de las actividades habituales. Por supuesto, yo me había negado y que me echaran los galgos para echarme a mí. Mi desdén no sólo tenía que ver con cuestiones ideológicas, que ya sé... a nadie le importan, por lo tanto no voy a desarrollar acá, sino, fundamentalmente, porque ignoro todo lo que se refiera a esa actividad y no tengo la más leve intención de dejar de hacerlo. Realizar un esfuerzo de relación temática con la historia colonial me parecía –y me sigue pareciendo- una verdadera estupidez.
Hablando de estupideces podría agregar que ya hay demasiado fútbol en todas partes y que preservar la escuela de tal contaminación no me parece nada mal. Esto huele al más intenso fundamentalismo, pero alguno me tengo que permitir para poder conservar este medianito estado de salud, siempre tan expuesto, tan en riesgo, en este ambiente en el que me toca trabajar.
Esta salvaguarda de la escuela es, en sí misma, una utopía, (otra estupidez), porque la sala de profesores también estuvo en este período inficionada por tales virus y bacterias que me obligaban a emular a Biondi preguntándome “¿Dónde me pongo?”.
Cierto martes de sonambulismo escolar y deportivo, yo me encontraba en octavo novena con siete alumnos a los que había logrado hacer trabajar, tras una pieza oratoria que debería figurar en una antología junto con las más grandes de Olegario V. Andrade, Alfredo Palacios, Lisandro de la Torre o Leandro Alem. Esta jactancia está plenamente justificada por las circunstancias históricas de mi discurso y los efectos de él derivados que no eran otros que los deseados: mis muchachos estaban trabajando sin radio alguna, escuchando mis explicaciones e interpretando correctamente las consignas para la tarea que efectivamente desarrollaban.
En eso estábamos cuando nos sorprendió un prolongado y lastimero aullido que venía del pasillo. Nos miramos extrañados pero seguimos trabajando cuando el silencio se recompuso. Dos o tres minutos más tarde se repitió el gañido, esta vez con mayor volumen. Los chicos se rieron y yo comencé a orientar mis radares; el sonido venía del fondo a la derecha, rincón que corresponde a la nunca bien ponderada tercera división del octavo año. A la quinta reiteración de la lobuna invocación, salí del aula convertida en una fiera capaz de desafiar al más hechizado de los licántropos.
Mis sospechas se confirmaron, al lado de la puerta de octavo tercera, con las manos en la espalda, un pie en el piso y otro apoyado contra la pared, la cara levantada hacia el cielorraso, vistiendo un largo guardapolvo blanco de enfermero de hospicio público, estaba mi alumno Camilo Piriz Balbuena altamente concentrado en su expresión ancestral.
Me acerqué taconeando mis botas de cazador sanguinario y le grité, previa invocación a Josefina Pasadori, Jean Piaget, François Dolto y otros dioses del olimpo psico-pedagógico:
_ ¡Piriz, ya mismo dejás de aullar y te metés en el aula o te surto!
Reaccionó como el más fiel de los canis familiaris, entró con la cola entre las piernas y yo quise ver que pasaba en su salón, porque en medio de mis alaridos se me ocurrió que podía estar interfiriendo las órdenes de su profesor del curso, que seguramente lo había echado. Afortunadamente no fue así. Abrí la puerta, casi decidida a pedir disculpas y encontré que no había docente alguno y que otro compañero y él eran los únicos habitantes de ese desolado ambiente. El aullador me dirigía una fría mirada de estepa siberiana y su casi par copiaba una tarea concentrada y silenciosamente; seguramente Píriz había salido al pasillo para no inquietarlo con sus urgencias comunicativas.
Salí sin agregar una sola palabra. Regresando a mi propia aula me preguntaba si no estaría frente al fenómeno de una nueva forma de festejar éxitos deportivos. Mis chicos de octavo novena me aseguraron que en esos precisos instantes no se estaba desarrollando ningún partido, ni siquiera de Irán. ¿Insisto en buscar explicaciones? No, mejor lo dejo así.

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