¿Encontrarán algún disfrute los que curioseen este Blog?
¿Tendrá alguna utilidad?
¿Será entretenido?
¡Oia! me estoy poniendo nerviosa...

Aguafuertes de la escuela

Aquí vemos a la autora sosteniendo una puntita de la enseña patria









Introducción


Siempre me ha tocado en la vida sostener alguna cosa; siendo niña, un pequeño vértice del paño albiceleste, porque aunque era la más pequeña, algún esfuerzo tenía que hacer.
Por esos tiempos creía que algo vinculado con la patria dependía de mí, entonces quería aprender, estudiaba (más bien leía), me preparaba, en suma, para servir a ese futuro que tenía real existencia en un lugar y un tiempo: La Argentina a fin de ese siglo.
El año 2000 se presentaba en el Billiken o en Selecciones Escolares con apariencias concretas y llenas de felicidad: cintas transportadoras de personas en lugar de veredas, automóviles plateados que circulaban a cierta distancia del suelo, alimentos condensados en píldoras con todos los nutrientes imprescindibles para la salud. La vida resultaría relajada y feliz, pero para ello había que esforzarse. No se trataba de una predestinación, sino de una meta que había que construir.
Con el transcurso de los años, el horizonte se achicaba pero yo seguía sosteniendo: posiciones políticas, situaciones familiares, entusiasmos apaleados, discusiones generacionales, presencia de ánimo, apariencias… en fin, casi todo lo que se podía y no se podía sustentar.
Hoy sostengo también una puntita del sistema educativo y lo hago con convicciones casi nulas. Ya no creo. En algunos momentos me he sentido cómplice y no partícipe, secuaz y no compañero, me he advertido depredador en vez de constructor.
Y no sé qué hacer, siento que he caído en una trampa y desde ella escribo…
Quien quiera leer que lea…

20.8.09

Alumno italiano

Lunes 10 de marzo de 1998.

Es la primera hora del primer día de clases. El aula de octavo novena es ésa, la grande que da al pórtico de la entrada. Cuando voy llegando miro de soslayo por la ventana; son muchos. Me recibe el portero, me besa:
_ Normita, ¿Vos tenés octavo novena?
_Sí, ¿Por qué?
_Son cincuenta y siete
Me apoya una mano sobre el hombro, percibo una ligera palmadita, en realidad, creo que es un empujón.
Entro a sala de profesores, saludo a los que no había reencontrado durante el período compensatorio de febrero. Algunos no me habían visto durante todo un año y preguntan por mi salud.
_ Estoy bien, bastante bien, en realidad vengo a probar, es algo así como un experimento, necesito saber qué pasa, si voy a poder con el trajín (Todos saben que pasé más de la mitad del año anterior con carpeta médica por neurosis de angustia y trastornos de pánico producidos entre otras cosas por el famosísimo stress, que algo tiene que ver con la implementación de la nueva ley de educación en la Provincia de Buenos Aires)
_ ¿Tenés octavo novena?
_ Sí, ahora
_ ¡Ah!
Bajan la vista, y se registra un general frenesí consistente en buscar y rebuscar adentro de las carteras; al cabo de esta actividad, nadie extrae siguiera un pañuelo.
Suena el timbre para los profesores. Ninguno se mueve pero comienzan los chistes: “Para esos chicos somos la cara de la escuela, vos entrá retrocediendo”, “la impresión que les va a quedar será para siempre”, “comienza la cuenta regresiva”, “terminó el recreo: ¡Arrodillarse!”, “¡Coraje!”.
Finalmente salimos en grupo al pasillo y nos encaminamos cada cual a su aula.
Ya sé cuál es la mía. (Me siento bien, me siento muy bien, me amo y me apruebo, realizo mis actividades con amor, bendigo mi trabajo, puedo hacer todo lo que me proponga, mi cuerpo está sano, mi mente está sana, mi espíritu está en armonía). Este rezo laico se interrumpe cuando me aproximo a la puerta; la coordinadora me aborda sonriente:
_ Vas a tener que esperar un poco porque los están contando
_ Bueno ¿Espero aquí?
_ Como quieras, pero mirá que van a tardar
_ ¿Por qué? ¿Acaso les cuentan los dedos de los pies y dividen por diez?
La coordinadora sonríe perdonándome la vida, me imagino que piensa que la crisis psicológica bien hubiera hecho en anularme el sector del cerebro correspondiente al sarcasmo. Se nota que cree que una lobotomía habría sido la terapia más adecuada a mi caso clínico.
_ Me voy a la sala de profesores, cuando terminen que me vayan a buscar.
Transcurren más de veinte minutos y los ocupo en visualizar a los chicos quitándose las zapatillas, y eventualmente las medias, y a la señora directora y a la secretaria supervisando el registro de los pies fila por fila. La representación mental se interrumpe cuando una preceptora me invita a ingresar al aula.
Saludo sonriendo, mientras los chicos se ponen de pie, les pido que se sienten y obedecen. (Empezamos bien). Yo no voy a cometer la locura de contarlos, pero efectivamente son muchos, con eso me conformo. (¿Me conformo? ¿Qué síntomas son los que me aparecen en medio de una multitud? ¡Ojalá lo haya olvidado!)
Comienzo con un simpático discurso de bienvenida, les explico que en este horario vamos a dar Educación Cívica, comento el valor de la educación y en particular el de la formación para la convivencia... La puerta se abre y reingresa la señora directora, agita unas hojas de papel, por estas horas bastante arrugadas, y pregunta cuántos Fernández y cuántos López hay. Los chicos se escudriñan como buscando un comunista en la Falange. Mirando mejor, la señora directora tiene la misma expresión.
Al cabo de unos instantes, tímidamente varios alumnos levantan la mano. La señora directora se enoja:
_ ¡Así no sé quiénes son López y quiénes Fernández!
Superponiéndose en el espacio auditivo los pibes dicen su apellido. La señora se inquieta más:
_ ¡No se entiende! ¡No se entiende! ¡Hablen de a uno!
Las miradas se cruzan
_ Vos querido -fallutea la directora- decime tu nombre
_ Alejandro
_ ¡El apellido! ¡El apellido!
_ Fernández
_ Bueno
Hace un ademán como el de hacer una marca en su símil-planilla y se detiene
_ ¿Cuál Fernández?
_ Alejandro -reitera la criatura-.
Ahora sí tilda un lugar en su lista. Luego prosigue con los otros, se la nota un poco más canchera, los alumnos también aprendieron, esperan su turno y ya saben qué tienen que decir.
Me dice “gracias señorita” y comienza a retirarse, pero cuando yo empezaba a pensar en qué habíamos quedado para seguir con mi primera clase, regresa golpeándose la frente con la palma de su mano libre:
_ ¡Me faltan los Gómez y los Martínez!
Por suerte sólo había un par de cada uno, el trámite es más rápido y logra irse.
Retomo la cuestión de la convivencia social y su necesaria regulación. Se abre la puerta y desde el vano la coordinadora introduce un alumno recién llegado mientras me pregunto si no van a tener que contar de nuevo. Me explica que no están seguros si es de octavo o de noveno porque su registro de calificaciones está algo confuso y no saben si repite o no y que es probable que no esté allí más de un día o dos hasta que se resuelva su situación. Yo sonrío y asiento con la cabeza como diciendo “¡No hay problema!” Las palmas de mis manos se orientan hacia delante al mismo tiempo que las oriento ligeramente a los costados como abriendo una cortina del más prístino aire. No puedo evitar preguntarme por qué lo introducen justo aquí donde nos hallamos esta humilde profesora y cincuenta y tantos párvulos. Pienso en los otros octavos con veinticinco o treinta habitantes y comienzo a luchar contra la envidia y otros pecados capitales.
El nuevo de desliza como patinando hacia el fondo, sus eventuales compañeros lo observan tratando de identificar en él un clásico repetidor.
Prosigo con la cuestión de las reglas de convivencia. (Estoy bastante conforme con mi posibilidad de continuar con el tema, hasta ahora voy bien). Les pregunto acerca de las principales normas en una escuela, mientras, tratando de que no se note, intento tomarme las pulsaciones sobre la carótida. Algunos responden construyendo una especie de reglamento que incluye ítems como no escupirse, no rayarse recíprocamente las hojas de las carpetas, no “botonear” (SIC), no empujarse en los mingitorios, no “agarrarse a la salida”, etc. De “no interrumpirse” nadie habla.
Disimuladamente miro el reloj para saber con qué continuar. Nuevamente se abre la puerta y esta vez, tres personas: la coordinadora, una señora rubia grandota y un adolescente recién estirado, se introducen en el aula.
_ Este alumno es italiano y no sabemos en qué curso anotarlo, por ahora se va a quedar aquí
La coordinadora le dice al muchacho que ocupe su lugar, la rubia grandota sonríe y saluda en italiano mientras con la mano en el cuello de su hijo lo acompaña hacia el fondo, desfilando entre el amontonamiento de asientos.
_ ¿Qué lugar? Se resiste el chico en perfecto castellano, observando que ya no hay donde sentarse. (Me cae bien, se da cuenta de lo que pasa, creo que es el único)
Madre e hijo regresan por el estrecho pasillo y escuchan sin ningún asombro que los están mandando a buscar un banco a otra aula. Salen algo desorientados, pero insisto, sin asombro, y regresan luego de un breve tiempo acarreando el mueble en cuestión, la madre sosteniéndolo por el pupitre y el tanito por el asiento, haciendo el recorrido otra vez hacia el fondo, esta vez más trabajosamente. Esta escena se parece a esos dibujos animados japoneses de escasa calidad, en los que se mueve nada más que un personaje –en este caso la entidad madre hijo- mientras todo lo demás queda inmóvil -los cincuenta y tantos actores restantes-.
Una vez ubicada la criatura en el rincón, la rubiota lo besa y sale sin dejar de sonreír y otra vez saludando en italiano.
¿Será prudente retomar el tema de la convivencia o debo hacer algún comentario acerca del estado del tiempo?
Decido pedirles que traigan carpeta con hojas y lapicera para trabajar en clase, decirles que cuando falten consulten a los compañeros acerca de las tareas porque nuestros encuentros serán de sólo uno por semana... Sé que nadie escucha, deben estar pensando que no es lo que corresponde hacer en la escuela.
Toca el timbre de salida, han transcurrido ochenta raros minutos, me parece que son raros sólo para mí. (Menos mal que esta tarde tengo terapia)
_ Hasta el lunes, chicos
_ ¡Chau seño!

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