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¿Tendrá alguna utilidad?
¿Será entretenido?
¡Oia! me estoy poniendo nerviosa...

Aguafuertes de la escuela

Aquí vemos a la autora sosteniendo una puntita de la enseña patria









Introducción


Siempre me ha tocado en la vida sostener alguna cosa; siendo niña, un pequeño vértice del paño albiceleste, porque aunque era la más pequeña, algún esfuerzo tenía que hacer.
Por esos tiempos creía que algo vinculado con la patria dependía de mí, entonces quería aprender, estudiaba (más bien leía), me preparaba, en suma, para servir a ese futuro que tenía real existencia en un lugar y un tiempo: La Argentina a fin de ese siglo.
El año 2000 se presentaba en el Billiken o en Selecciones Escolares con apariencias concretas y llenas de felicidad: cintas transportadoras de personas en lugar de veredas, automóviles plateados que circulaban a cierta distancia del suelo, alimentos condensados en píldoras con todos los nutrientes imprescindibles para la salud. La vida resultaría relajada y feliz, pero para ello había que esforzarse. No se trataba de una predestinación, sino de una meta que había que construir.
Con el transcurso de los años, el horizonte se achicaba pero yo seguía sosteniendo: posiciones políticas, situaciones familiares, entusiasmos apaleados, discusiones generacionales, presencia de ánimo, apariencias… en fin, casi todo lo que se podía y no se podía sustentar.
Hoy sostengo también una puntita del sistema educativo y lo hago con convicciones casi nulas. Ya no creo. En algunos momentos me he sentido cómplice y no partícipe, secuaz y no compañero, me he advertido depredador en vez de constructor.
Y no sé qué hacer, siento que he caído en una trampa y desde ella escribo…
Quien quiera leer que lea…

20.8.09

Sarmiento

El primer día de clase, los alumnos de octavo tercera eran veinticinco. Maravilloso número ése para dar clase. Yo los había contado, cabeza por cabeza, (¡Ji! ¡Ji! ¡Ji!)[8] porque todavía no se habían confeccionado listas definitivas. Compuse la nómina, preguntándoles sus apellidos y nombres, tarea que ocupó más tiempo del previsto porque la pronunciación se realiza con la boca semicerrada y el deletreo presenta reiterados tropezones. Todo esto transcurre mientras albergo la sospecha de una incipiente sordera y delibero con mi ajetreada conciencia acerca de la posibilidad de consultar un otorrinolaringólogo o, en su defecto asignar la total responsabilidad del entendimiento deficitario a la modulación también deficitaria de estos jóvenes.
Como estoy frente a tantos cursos, desde hace años desarrollo una especie de ritual y ejercicio práctico, que consiste en conocer al menos cinco chicos por día de cada división, durante las primeras semanas de clase. Las cuentas cierran más o menos, si puedo usufructuar la ventaja de conocer a los hermanos de alguno de ellos, o los nombres son raros o ridículos o me traen reminiscencias de algún personaje de una novela, un amigo de la infancia o alguna otra referencia más o menos espontánea. Así puedo en mayo o junio recordarlos a todos o casi todos, porque los García, los Gómez, los Rodríguez, López, Martínez y Ramírez, siempre se me escabullen pero, curiosamente, no los Pérez, que son mucho menos de lo que establece la mitología.
Este año, en este curso, está Sarmiento; Sarmiento, Juan Manuel. ¡Curioso entrevero histórico el propiciado por estos extravertidos padres para intitular a su hijo! A mí me viene de perlas, es un esfuerzo mnemotécnico menos, que me permite escatimar energías intelectuales verdaderamente preciosas para otros espacios más gratos.
Resulta sencillo también asociar el apelativo con la persona, porque el joven Sarmiento conforma una verdadera contracara fisonómica de “el del bronce”. El mío es rubio, delicado, tiene el pelo muy largo, lacio y brillante; su mirada es a la vez vacuna y azul; alto, de cara alargada, de apariencia frágil e imperturbable, es dueño de una belleza neutra e inexpresiva. El otro, el de la historia, no necesita descripción aquí porque cuento con que es el prócer más conocido ya que según dicen mis discípulos, inventó las escuelas y sale todos los años en el Billiken.
Ahora bien, recordar a los compañeros va a costarme un esfuerzo mayor, porque sus apellidos son poco asociables y porque ellos mismos se parecen entre sí. Para que esto se entienda mejor referiré una conversación sostenida con una colega docente, española ella, que, muy preocupada por el rendimiento de este curso me pregunta un día:
_ Norma ¿Cómo anda Cerviño contigo?
_ ¿Cuál es Cerviño, Pepita?
_ Uno morenito
_ Pepa, esforzate más en la descripción, ¡Son todos morenitos!
De este modo Sarmiento es el primero que identifico.
La segunda semana de clase, ya con un registro casero del elenco ordenado alfabéticamente, me presento a clase con ánimo de incorporar a mi conocimiento cinco alumnos más. El desconcierto se produce de inmediato. A simple vista no llegaban ni a la mitad de los veinticinco del jueves anterior y tenía la impresión de que algunos de ellos no habían estado en clase en aquella ocasión.
En efecto, catorce podían decir “presente” y los tres restantes requerían una incorporación en mi lista. Once estaban ausentes. De los cinco que había registrado el encuentro anterior, sólo estaban Sarmiento y dos más. Ahora la cosa se complicaba. Después de anotar dificultosamente los nuevos apellidos y nombres, empecé la clase reclamándome paciencia, mansedumbre, resignación y perseverancia.
La pequeña tarea indicada la semana anterior sólo había sido completada por tres alumnos, los restantes, se habían olvidado, no sabían dónde habían puesto esa hoja y por supuesto, los novatos no sabían de lo que yo estaba hablando.
Inicié una tímida explicación acerca de la función y utilidad de la historia, interrogándolos acerca de su propia memoria y de sus experiencias personales; dos respondían que la historia permitía conocer los antepasados y de ahí no los sacaba, el resto de la división cogoteaba hacia la ventana, me miraba fijamente, o hacía dibujitos en su carpeta.
Él timbre me eyectó hacia el pequeño despacho de la coordinadora.
_ ¿Qué pasa con octavo tercera? Sólo la mitad de los que estaban la primera clase están presentes hoy, y, en reemplazo de los ausentes hay unos cuantos nuevos.
_ Octavo tercera... Octavo tercera... ¿Son los del fondo?
_ Sí, los de la última aula, al final del pasillo (Todo un símbolo)
De una carpeta tomó una planilla verdaderamente ajada y remendada. Algunos nombres estaban escritos a máquina, otros con birome y algunos con lápiz
_ ¡Ah! ¡Sí! Este curso lo armamos casi totalmente con repetidores y todavía se están incorporando, vienen de otras escuelas, o ha llevado tiempo convencerlos de que tienen que seguir, que el E.G.B. es obligatorio. En fin, vas a tener que esperar algunas semanas para que la división se “asiente”.
¡Maravilloso! Tener una división en “ablande” es algo que nunca se me habría ocurrido. ¿Con cuántos kilómetros se considerará “asentada”? ¿Cuándo realizar el primer cambio de aceite y filtro?
La metáfora de la señora coordinadora me había turbado con cierta intensidad y temía arrancar hacia la continuación de la alegoría e ir a parar a un quejumbroso recoveco de autoconmiseración.
Tomé un café y fui a Segundo Electromecánica (quinto año), a tomar un balsámico baño de normalidad... Aunque, no sé... estábamos hablando de ética y de política... Bueno, pero la conversación se desarrolla en castellano y a la mayoría de los chicos le interesa la cuestión. Gracias, gracias, gracias.
El jueves siguiente a la hora de entrada se desató una lluvia torrencial. Me encaminé hacia el fondo, a la derecha y entré al salón de clase cerrando los ojos. Ya en el escritorio los abrí y me enfrenté con seis alumnos, ahora había dos chicas, que no había visto antes, una con la cabeza casi rapada pero un largo mechón color violeta entre sus ojos, la otra, de impecable guardapolvo blanco saludó de pie junto al banco. Tres alumnos más, ya conocidos y Sarmiento en el fondo, sin capote pero con el pelo chorreando agua.
Durante un mes y medio se hizo lo que se pudo, cada jueves, una sorpresita: venía la mitad, se indicaba una tarea y al siguiente también asistía la mitad, pero la otra, la que había faltado la clase anterior.
Promediando el año ya había mutilado y retocado la libreta de calificaciones con la lista de alumnos más de diez veces. Los exámenes se anunciaban con quince días de anticipación pero en todos los casos me decían que no estaban enterados. Opté por hacerles anotar las fechas de evaluación en las carpetas durante dos semanas consecutivas, pero llegado el momento, muchos la habían perdido en el colectivo o se la habían olvidado arriba del televisor en la casa de la abuela. Esas carpetas eran un verdadero rompecabezas imposible de armar porque faltaba la mayoría de las piezas. Creo innecesario resaltar que nadie aprendía nada, ni siquiera yo. Videos, libros con ilustraciones, historietas, fotocopias con pequeños textos, cuadros, esquemas, todos estos eran recursos (contenidos procedimentales, debería decir) que se escurrían por los intersticios de las inasistencias o las asistencias malversadas.
En septiembre tenía un catálogo más o menos estable de estudiantes que no sobrepasaban los doce o catorce ¿Sería esto el final del “asentamiento”? Antes de dar de baja de manera definitiva a los desgranados consulté con la preceptora y mi primer interrogante fue referido a Sarmiento.
_ Hace mucho que no lo veo, ¿sigue viniendo a otras clases?
_ En realidad, no, no mucho. Sarmiento tiene cuarenta y dos faltas.


[[8] Referencia al recuento referido en “Alumno Italiano”

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