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Aguafuertes de la escuela

Aquí vemos a la autora sosteniendo una puntita de la enseña patria









Introducción


Siempre me ha tocado en la vida sostener alguna cosa; siendo niña, un pequeño vértice del paño albiceleste, porque aunque era la más pequeña, algún esfuerzo tenía que hacer.
Por esos tiempos creía que algo vinculado con la patria dependía de mí, entonces quería aprender, estudiaba (más bien leía), me preparaba, en suma, para servir a ese futuro que tenía real existencia en un lugar y un tiempo: La Argentina a fin de ese siglo.
El año 2000 se presentaba en el Billiken o en Selecciones Escolares con apariencias concretas y llenas de felicidad: cintas transportadoras de personas en lugar de veredas, automóviles plateados que circulaban a cierta distancia del suelo, alimentos condensados en píldoras con todos los nutrientes imprescindibles para la salud. La vida resultaría relajada y feliz, pero para ello había que esforzarse. No se trataba de una predestinación, sino de una meta que había que construir.
Con el transcurso de los años, el horizonte se achicaba pero yo seguía sosteniendo: posiciones políticas, situaciones familiares, entusiasmos apaleados, discusiones generacionales, presencia de ánimo, apariencias… en fin, casi todo lo que se podía y no se podía sustentar.
Hoy sostengo también una puntita del sistema educativo y lo hago con convicciones casi nulas. Ya no creo. En algunos momentos me he sentido cómplice y no partícipe, secuaz y no compañero, me he advertido depredador en vez de constructor.
Y no sé qué hacer, siento que he caído en una trampa y desde ella escribo…
Quien quiera leer que lea…

20.8.09

Groserías y algo más, mucho más

Inútil es desarrollar acá la descripción de la transformación del lenguaje coloquial que se ha venido registrando en los últimos años y que lentamente ha ido desgranando palabras, perdiéndolas definitivamente, incorporando algunas nuevas, o mejor dicho, viejas, pero con diferente valor semántico, pariendo modismos que se intercalan en las frases como muletillas copiadas seguramente de algún conductor televisivo, cambiando las tradicionales conjugaciones verbales de manera terminante, en suma, convirtiendo al idioma castellano en una lengua muerta, de la que especialmente nuestros adolescentes resucitan no más de trescientas o cuatrocientas locuciones, siendo ampliamente aventajados por cualquier chimpancé de laboratorio frente a una computadora.
Resulta inútil, decía, un mayor comentario al respecto, porque esto lo sabe quien alguna vez salga aunque sea a la vereda, vaya a la panadería, o intente algún trámite en una oficina pública y se enfrente, en tales circunstancias, con algún ser humano menor de treinta años.
Pero lo que sí quiero destacar, es con qué intensidad, el vocabulario grosero se ha instalado definitivamente en casi todos los ámbitos. Uno de ellos es la escuela.

Grosero: adj. Basto, grueso, ordinario y sin arte // Descortés, carente de decoro y de urbanidad. Ú. t. c. s.[9]

Este significado es ampliamente conocido, y tratar de grosero a alguien era, en algún tiempo, in insulto verdaderamente inhabilitante para la continuidad de cualquier relación. En algún tiempo que no es éste, en el que ciertas palabras inciviles son las que estadísticamente más se pronuncian; basta mezclarse en un recreo de cualquier institución escolar, laica o confesional, pre-escolar, secundaria o de E.G.B.; es suficiente también circular por un pasillo de facultad o de instituto terciario o superior, para que resuene en sonido cuadrafónico una inarmónica sucesión de “boludos”, “pelotudos” e “hijos de puta”, que son las expresiones que encabezan el ranking, y cuya variación de significaciones es amplísima denotándose por la tonalidad de la voz y la gestualidad anexa.
Ni mis oídos son núbiles, ni mi léxico es tan decoroso, ni mis emociones son tan castas como podría suponerse después de esta breve y nada científica introducción, pero me produce un verdadero padecimiento, una aflicción difícilmente soportable, permanecer la mayor parte de las horas de mis días en un espacio auditivo tan altamente contaminado de groserías.

Grosería: deriv. de grueso, del latín grôssus, ‘grueso’, ‘abultado, de mucho espesor’.[10]

El origen de esta palabra remite también a su significado opuesto: fino.

Fino, princ. S. XIII. Adjetivo común a las varias lenguas romances, desarrollado por ellas a base del sustantivo fin, en el sentido de ‘lo sumo, lo perfecto’, y después ‘sutil’, etc.[11]

En consecuencia, merezco –ésta es una de las poquísimas cosas de las que estoy segura-, un ambiente más refinado para mi vida, para no exigirme batir algún record de velocidad en el regreso a mi casa, urgida por mi necesidad de silencio, sólo ensamblado por la Segunda de Brahms, por ejemplo, que es lo que estoy escuchando mientras escribo esto.
Pero, ¿cómo hacer entender a mis queridos chicos la agresión que significa la reiteración de palabrejas como esas que están verdaderamente encarnadas a sus incipientes personalidades? ¿Cómo entrenarlos para borrarlas de su vocabulario por el sólo hecho de trasponer los umbrales de la escuela?
Sé que los perros, con un buen adiestramiento, son capaces de aprender cosas mucho más complicadas como encontrar drogas ilegales en los aeropuertos, rastrear personas en catástrofes y situaciones de desastre o llevar mensajes de trinchera a trinchera en medio de un bombardeo aéreo. Sé que los delfines pueden saltar hasta tocar una pelota ubicada en las alturas meramente a cambio de un pescado. Sé que algunos orangutanes pueden comprender frases de contenido no concreto como por ejemplo “te quiero” y expresarlas a través de computadoras o de lenguaje para sordos. Veo con frecuencia “Animal Planet” pero esto no me inspira. No encuentro la manera de limpiar de ciertos sonidos mi lugar de trabajo en el que paso la mayor parte de mi existencia.
Por supuesto, comienzo explicando a mis alumnos lo que acabo de exponer y los exhorto a buscar sinónimos de aquellas palabras, sumándome a esa búsqueda con entusiasmo:
Tonto
Pavo
Estúpido
Badulaque
Mequetrefe
Botarate
Insensato
Memo
Patoso
Pazguato
Bobo
Babieca
Atolondrado...

Y la lista puede prolongarse más y más, pareciera altamente necesario señalar la boludez (Perdón) en el prójimo, por lo tanto, hay que tener a mano una batería verbal que facilite la demostración de que somos mejores.
La otra expresión, la que se refiere a la actividad preponderante de la madre, resulta un poco más complicada para la sinonimia, pero se puede intentar:

Perverso
Malvado
Pérfido
Ruin
Vil
Maléfico
Excecrable
Protervo
Bribón
Réprobo
Miserable
Inicuo

Y el inventario puede seguir porque, a pesar de que mis chicos insisten en ignorarlo, el idioma castellano es uno de los más nutridos de los que aún se hablan.
Mis explicaciones acerca del sentido de la rudeza e inconveniencia de sus palabras favoritas son casi siempre objetadas porque... ¿Cómo van a pensar todas esas cosas antes de hablar? (SIC)
La ejercitación con palabras equivalentes, en cambio, suele divertirles y, a pesar de que recuerdan pocas, se las espetan durante un rato entre risotadas, produciéndose una jarana general que provoca una distensión más que necesaria para que yo pueda proponer un convenio basado fundamentalmente en que intenten que la cabeza sea más rápida que la lengua y que llamen a sus compañeros por sus nombres o apellidos en lugar del universal apelativo terminado en “udo”. Generalmente aceptan con cierto entusiasmo, que les dura poco, porque poca es su convicción y débil la costumbre de sujetarse a un compromiso. Así que cada tanto hay que recordarles la necesidad de una convivencia más refinada, en especial para la protección de la salud de su profesora.
Esta tarea ya estaba realizada en todas las divisiones, y muy especialmente en octavo tercera y octavo segunda, donde la frecuencia de guasadas resulta
ba más alta, cuando hube de enfrentar una situación particularmente difícil en circunstancias en que ya no la esperaba.
Un martes, en la segunda división de octavo año, mis alumnos estaban trabajando con sus mapas y mis apuntes tratando de esquematizar las rutas portuguesa y española en su empresa de expansión ultramarina. Para cumplir las consignas necesitaban reglas, bolígrafos de colores, pegamentos y otros materiales, por lo que resultaba normal que circularan por el aula requiriendo el préstamo de algún elemento. Yo los guiaba dibujando en mi mapa pizarra y acercándome a cada banco para orientarlos más directamente en el trabajo.
En eso estábamos cuando Allende dejó su pupitre en la última fila del lado de la pared y se encaminó en diagonal hacia la primera fila del lado de la ventana donde estaba sentado Ferrari. Cuando ya estaba llegando, Márquez, en la segunda hilera, adelantó su pie y lo hizo tropezar, situación que se produce con cierta asiduidad. Ferrari se rió y Allende estalló. Comenzó a insultar a Márquez con una violencia inusitada y las palabras no eran ni “perverso”, ni “maléfico”, ni “ruin”, ni “bastardo”
_ ¡Enano hijo de puta y la puta madre que te parió! ¡Te voy a cagar a patadas y no me jodas mucho porque te voy a hacer cagar fuego y no necesito agarrarte a la salida!
Mientras esto gritaba totalmente desencajado, Márquez retrocedía con banco y todo porque no había tenido ni tiempo de ponerse de pie, diciendo: ¡no te hice nada! ¡no te hice nada!
Reaccioné como pude avanzando para contenerlo mientras que le exigía que se callara, que no dijera una palabra más. En eso intervino una de sus compañeras con ánimo pacificador diciéndole que Márquez no le había hecho ningún daño, que ella lo había visto todo
_ ¡Vos te callás, gorda puta, puta y reputa, la concha de tu madre.
La situación estaba fuera de control. Allende era sostenido por tres de sus compañeros mientras seguía vociferando. Me puse delante de él y le grité que era suficiente, que terminara la escena y que sería sancionado
_ ¡A mí me hacen tropezar y a mí me sancionan! ¡¿Todos me van a tocar el culo?!
Tenía que sacarlo del salón para evitar un crescendo de esta violencia con la que yo me enfrentaba por primera vez en mi vida escolar y extraescolar.
_ ¡Te vas a preceptoría, contás lo que hiciste y decí que yo pido que te sancionen! ¡Fuera de mi aula!
Salió dando un portazo y siempre insultando mientras yo trataba de reprimir mi furia, mi propia violencia, contra la que siempre tengo el discurso preparado, pero no ese día; en realidad sentía que quería golpear a Allende, agraviarlo hasta doblegarlo, sacarlo de mi clase para siempre, no verlo más.
Traté de controlarme aparentando una serenidad que no tenía, la cabeza me palpitaba, podía percibir una taquicardia y empecé a temer una crisis de ansiedad o ataque de pánico, lo que me obligó, por mí y por mis alumnos a hacerme cargo de que todos habíamos vivido ese penoso y virulento atropello y no sólo yo. Pedí a los chicos que se serenaran y que hicieran el esfuerzo de seguir trabajando. No podían, tenían necesidad de hablar del asunto; en materia de emociones son más sabios que yo. Me contaron que la de Allende era una conducta bastante habitual, que siempre los estaba amenazando y los intimidaba con convocar a sus amigos del barrio para sorprenderlos a la salida si lo delataban en alguna de sus fechorías. Los tranquilicé, les dije que me iba a ocupar del asunto. Lo que no sabía era quién se iba a ocupar de mí.
Cuando terminó la hora fui a pedir sanciones a la preceptora del curso y allí me desayuné que las cosas también han cambiado en cuestiones de disciplina. Las amonestaciones no corren en el E.G.B. y es necesaria la acumulación de “varios” -un número impreciso- de quejas de los profesores con respecto a la conducta de un alumno, para que se lo suspenda. La suspensión debe ser comunicada a los padres con una semana de anticipación y éstos deben concurrir a la escuela para notificarse. Esta suspensión consiste en que el alumno no entre a la escuela por tres, cuatro o cinco días, es decir, lo premian permitiéndole no ir a clases; las inasistencias corren pero como pueden tener casi sesenta (Sí, sesenta) antes de quedar libres...
Concluyendo, diré que me hicieron firmar dentro de un sellito en el dorso del legajo del alumno, que contenía un recuadro establecido por ese sello de no más de ocho centímetros de largo por uno de alto, donde yo debería registrar los motivos por los cuales requería la sanción a Allende.
Siempre ando temiendo conjuraciones astrales en mi contra, esto que me ocurría ahora apoyaba la hipótesis en tal sentido. Algo indefinible y pegajoso se estaba burlando de mí. Confirmé tales sospechas cuando quince días después volví a dirigirle la palabra al chico para que recogiera las cáscaras de las semillas de girasol del piso alfombrado de la sala de audiovisuales, que él había estado comiendo mientras el resto de la clase y yo veíamos un documental sobre la conquista española en el Caribe.
Me desafió negando absolutamente que él hubiera pelado o comido algo, dijo que todos lo perseguían e insistió con la cantinela de que le querían tocar el culo. Volví a pedir sanciones, esta vez a la coordinadora, quien me informó que no se podía, porque el padre estaba de viaje y la madre estaba a punto de parir su décimo hijo, por lo tanto, ninguno estaba en condiciones de notificarse de suspensiones que consiguientemente, no podían aplicarse.
Me dirigí a la profesora-guía del curso. Ella me notificó que el Departamento de Orientación y sus psicólogos se estaban haciendo cargo del “caso”.
A la semana siguiente Allende apareció con la mitad de la cabeza rapada, del Ecuador para abajo. Luego desertó durante dos semanas, tal vez por efecto de las meneadas suspensiones, y cuando reapareció, lo vi pasar por la ventana con la totalidad de la cabeza rasurada, sus cejas también habían desaparecido por obra de la prestobarba, pero no su mirada de Marlon Brando en “Nido de Ratas”, capaz de alejar al más conmovido.
Allende siguió asistiendo a clase hasta el último día, no traía útiles ni carpeta, se dedicaba a tallar el banco, si se lo permitíamos (no es mi caso), o a suspirar ruidosamente manifestando su fastidio. No trabajaba, no hacía sus exámenes, no aceptaba compensatorios, sólo se relacionaba con dos compañeros que se comportaban de similar manera. Intenté hablar con él en muchas ocasiones, y en todas, se acercaba a mi llamado, me miraba de “ese” modo y a continuación giraba en una media vuelta y me abandonaba ostensiblemente. Cumplía esa rutina cada vez que yo me acercaba. Nunca bajó la vista, siempre, en todo momento, de cerca y de lejos, me miraba...
¿Qué tiene que ver esto con la grosería? ¿Qué tiene que ver la grosería con la ira? ¿Qué tiene que ver la ira con la aflicción, con la angustia? ¿Qué tiene que ver la angustia con...?
¿Cómo se enmarañó este relato que me fue llevando desde las refinadas etimologías hasta el dolor de un chico que no permite que lo acompañen con su pena? Yo debiera tener estas respuestas porque ya debería haber aprendido algo de desazón, pesadumbre y tristeza.
No sé si Allende vendrá a rendir las evaluaciones compensatorias de febrero. Yo lo espero.


[9] DICCIONARIO HISPÁNICO UNIVERSAL, Bs. As., W. M. Jackson, Inc. Editores, quinta edición 1957, Tomo primero.
[10] COROMINAS, Joan, Breve Diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, Ed. Gredos, Tercera edición, 1973, pág. 305.
[11] COROMINAS, Joan, op.cit. pág. 274.

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